Olga Consuelo Vélez
Doctora en Teología por la Pontificia Universidad Católica de Rio de Janeiro. Profesora Titular e investigadora de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá por 30 años. Actualmente es profesora e investigadora de la Licenciatura en Teología de la Fundación Universitaria San Alfonso de Bogotá.
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RESUMEN:
Este articulo quiere reflexionar sobre la participación de las mujeres en la iglesia, participación que fue mucho más plena en los orígenes del cristianismo pero que, con el paso del tiempo, se invisibilizó hasta quedar excluidas de los niveles de decisión eclesial y de los ministerios ordenados. Mostrará cómo algunos pronunciamientos magisteriales favorecieron dicha exclusión, pero también la novedad que trajo Vaticano II al afirmar la dignidad e igualdad fundamental de las mujeres en la sociedad y en la iglesia. Finaliza con el pontificado del papa Francisco el cual, pronunciándose a favor de la indispensable participación de las mujeres, no la ha concretado en sus afirmaciones sobre los ministerios ordenados ni en un cambio eclesial estructural que lo haga posible.
PALABRAS CLAVE: Mujeres, igualdad fundamental, participación eclesial, ministerios eclesiales, ministerios ordenados.
ABSTRACT:
This article wants to reflect on the participation of women in the church, a participation that was much fuller in the origins of Christianity but that, with the passage of time, became invisible until they were excluded from the levels of ecclesial decision-making and the ordained ministries. It will show how some magisterial pronouncements favored this exclusion, but also the novelty that Vatican II brought by affirming the fundamental dignity and equality of women in society and in the church. It ends with the pontificate of Pope Francis which, speaking in favor of the indispensable participation of women, has not specified it in his statements about ordained ministries or in a structural ecclesial change that makes it possible.
KEYWORDS: Women, fundamental equality, ecclesial participation, ecclesial ministries, ordained ministries.
La situación de las mujeres viene cambiando decididamente en las últimas décadas. De ser excluidas de las esferas sociales, políticas, culturales y religiosas, han logrado obtener sus derechos fundamentales y en un espacio de tiempo realmente corto, han ocupado más posiciones de importancia en la sociedad, han desempeñado roles vetados para ellas, han mostrado su capacidad de ser gestoras de la historia y continúan trabajando por su mayor desarrollo y búsqueda de nuevos e inauditos caminos. Pero no todo está alcanzado y aún persisten grandes y profundas desigualdades, sobre todo en referencia a las mujeres de estratos socioeconómicos con menos posibilidades. Además, por la mentalidad patriarcal y machista que han conformado a las sociedades e iglesias se hace más difícil avanzar y, por eso, se mantienen estereotipos de género, que continúan siendo barreras por superar. De todas maneras, esta nueva realidad es irreversible y las luchas de las mujeres por alcanzar todo lo que les pertenece seguirá vigente.
Este artículo se pregunta por la manera cómo la iglesia está acompañando estos cambios y cuál es el nivel de integración que se ha abierto en su seno para ellas. Se presenta, en primer lugar, cómo las mujeres gozaban de una participación igualitaria con los varones en los orígenes cristianos. Es conocido que esa realidad fue opacándose desde que el cristianismo se expandió en el Imperio y las comunidades fueron acomodándose a las estructuras patriarcales de ese tiempo. Por eso, en segundo lugar, se mostrará cómo algunos pronunciamientos magisteriales dan cuenta de una visión de la mujer restringida al hogar, ejerciendo como esposa y madre. En tercer lugar, se referirá a Vaticano II, Concilio que trajo un cambio de esa visión -que ya se venía preparando años atrás- afirmando la dignidad fundamental e igualdad de las mujeres con los varones. Finalmente, se tomarán en cuenta algunos de los pronunciamientos del papa Francisco que puede mostrar en qué situación se encuentran hoy las mujeres en la institución eclesial y que se puede esperar o exigir de ella. Con esto se busca seguir abriendo caminos para la participación plena de las mujeres en la iglesia que no solo constituye una deuda sino una exigencia ética que debería tener una pronta y eficaz respuesta.
En el Nuevo Testamento encontramos testimonios de la presencia y participación de las mujeres en el grupo que acompañó a Jesús y en el desarrollo de su misión. Ellas aparecen como discípulas que lo acompañan desde Galilea hasta el calvario (Lucas 8:1-3), se mantienen firmes al pie de la cruz (Juan 19:25) y son reconocidas como las primeras testigas de su resurrección (Juan 20:1-18).
Por su parte, las cartas paulinas muestran cómo las mujeres tuvieron un rol protagónico en la iglesia de los orígenes. Desde el principio ellas se incorporan a la iglesia con el mismo rito que los varones: el bautismo[2] (Hechos 8:12); perseveran en la oración con los discípulos (Hechos 1:14), participan de momentos decisivos para la vida eclesial como la elección de Matías[3] (Hechos 1:15-26); son transmisoras de la fe (Hechos 16:1; Romanos 16: 13; 2 Timoteo 1:5) y ejercen diversos ministerios: profético (Hechos 21: 9; 1 Corintios 11:5); diaconal (Romanos 16:1); misionero (Romanos 16:7); de enseñanza (Hechos 18: 2.21; Romanos 16: 3); de las viudas (1 Timoteo 5: 9-10).
Esta participación igualitaria de la mujer en la iglesia primitiva fue quedando en la sombra, fruto de la cultura patriarcal vigente en el imperio y del proceso de institucionalización y sacerdotalización eclesial[4] en los esquemas de ese momento. Pero, aunque esta situación continuó vigente por mucho tiempo, desde el siglo pasado fue despertando la conciencia feminista exigiendo el reconocimiento de los derechos de las mujeres y, poco a poco, se fue comenzando a exigir también en las iglesias. Actualmente las mujeres han asegurado sus derechos civiles y sociales, pero siguen luchando por combatir la mentalidad patriarcal que hace muy difícil ponerlos en práctica. A nivel eclesial ha aumentado la participación a diversos niveles, pero los espacios ministeriales y de decisión aún siguen vetados para ellas.
La década de los 60s, tiempo en que Juan XXIII convoca el Concilio Vaticano II, fue un tiempo de grandes transformaciones. En lo que respecta a las mujeres, la revolución sexual les hizo ganar una autonomía nunca vista. Controlando sus cuerpos y liberándose de los largos tiempos dedicados a cuidar a los hijos, al marido y a las labores domésticas, pudieron incursionar en otros campos y, de esa manera, cambiar la configuración social. En esos años también se conquistaron derechos civiles y sociales que permitieron su mayor protagonismo en la sociedad. Pero para la mentalidad eclesial la mujer debía seguir ocupando sus roles al interior del hogar. Así lo reafirmaban los pontífices antes del Concilio. Veamos algunos ejemplos:
León XIII en su Encíclica Arcanum Divinae Sapientiae (1880), escribe a propósito del matrimonio cristiano:
...definidos los deberes, y señalados todos los derechos de cada uno de los cónyuges. Es, a saber, que se hallen éstos siempre persuadidos del grande amor, fidelidad constante y solícitos y continuos cuidados que se deben mutuamente. El marido es el jefe de la familia, y cabeza de la mujer la cual, sin embargo, por ser carne de la carne y hueso de los huesos de aquél, se sujete y obedezca al marido, no a manera de esclava, sino como compañera; de suerte que su obediencia sea digna a la par que honrosa (n. 5).
Es de notar que se hace un llamado a que esa sujeción de la mujer a su marido no sea a manera de esclava. Sin embargo, no se afirma esa igualdad fundamental que debe existir entre el varón y la mujer. En la Encíclica Rerum Novarum (1891), refiriéndose a la posibilidad del trabajo extradoméstico, señala que el destino para la mujer es el de las atenciones domésticas: “Hay ciertos trabajos que no están bien a la mujer, nacida para las atenciones domésticas, las cuales atenciones son una grande salvaguarda del decoro propio de la mujer, y se ordenan naturalmente a la educación de la mujer y prosperidad de la familia (n. 24)”.
Esta visión continúa al principio del Siglo XX. La enseñanza de la Iglesia la sitúa preferentemente en los roles de esposa y madre en el contexto de la familia, incluso en los inicios, la Iglesia no apoya la presencia de la mujer en el mundo del trabajo.
Pío XI en la Encíclica Casti Connubii (1930) se refiere a la mujer señalando la necesidad de que esté sujeta al marido:
Robustecida la sociedad doméstica con el vínculo de esta caridad, es necesario que en ella florezca lo que San Agustín llamaba jerarquía del amor, la cual abraza tanto la primacía del varón sobre la mujer y su rendida obediencia, recomendada por el Apóstol con estas palabras: Las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor, por cuanto el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia (Efesios 5: 22-23) (n. 2e).
Nuevamente la igualdad fundamental entre el varón y la mujer no es afirmada y, por el contrario, se dice que tal igualdad sería antinatural:
Todos los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la obediencia confiada y honesta que ha de tener la mujer a su esposo; (...) tal libertad falsa e igualdad antinatural de la mujer con el marido tornase en daño de ésta misma, pues si la mujer desciende de la sede, verdaderamente regia a que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, bien pronto caerá en la servidumbre, muy real, aunque no parezca, de la antigüedad, y se verá reducida a un mero instrumento en manos del hombre, como acontecía entre los paganos (n. 6).
Con Pío XII se abre una nueva perspectiva para la mujer quien reconoce la rápida transformación que está sufriendo la mujer, sobre todo las jóvenes, y también apoyó el voto femenino no tanto por favorecer la igualdad femenina sino para atajar el triunfo comunista que cobraba fuerza. En realidad, el pronunciamiento de la Iglesia no va más allá de aceptar los hechos irreversibles de la situación social, pero haciendo un llamado a mantener el lugar reservado a la mujer: la familia, el hogar.
Un cambio de mentalidad más significativo se alcanza en el pontificado de Juan XXIII. En la Encíclica Pacem in Terris (1963) reconoce oficialmente la promoción de la mujer:
En segundo lugar, viene un hecho de todos conocido: el ingreso de la mujer en la vida pública, más aceleradamente acaso en los pueblos que profesan la fe cristiana; más lentamente, pero siempre en gran escala en países de tradiciones y culturas distintas. En la mujer se hace cada vez más clara y operante la conciencia de su propia dignidad. Sabe ella que no puede consentir el ser considerada y tratada como cosa inanimada o como instrumento; exige ser considerada como persona; en paridad de derechos y obligaciones con el hombre, así en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, como corresponde a las personas humanas (n. 41).
Aunque se constate el trato dado a la mujer como "cosa inanimada o como instrumento" la situación no parece haber cambiado porque sigue la violencia de género que, en tiempos de pandemia; se ha exacerbado[5].
Vaticano II no afronta directamente el problema de la mujer ni mucho menos los avances actuales en materia de derechos, alcanzados por los movimientos feministas[6]. Su lenguaje es androcéntrico y sexista[7]. Sin embargo, comparadas sus afirmaciones con los documentos anteriores que acabamos de señalar, se percibe el cambio fundamental que este Concilio trajo.
Ante pronunciamientos como el anteriormente señalado de Pío XI sobre la igualdad antinatural de la mujer con el varón, Vaticano II afirma la igualdad fundamental entre el hombre y la mujer. Gaudium et Spes haciendo referencia a la creación y a la redención universal de Cristo, así lo expresa:
Puesto que todos los hombres, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen una misma naturaleza y un mismo origen, y redimidos por Cristo gozan de una misma vocación y destino divino, se ha de reconocer cada vez más la fundamental igualdad entre todos los hombres (...) toda clase de discriminación social o cultural, por razón de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, se ha de alejar y superar, como contraria al plan de Dios (n. 29).
Así mismo, de considerar a la mujer como sumisa al marido, se pasa a hablar de ella como compañera de vida: “Pero Dios no creó al hombre solo, ya que, desde los comienzos, los creó varón y hembra (Génesis 1: 27) haciendo así, de esta asociación de hombre y mujer, la primera forma de una comunidad de personas (n. 12)”.
La igualdad fundamental lleva a exigir la igualdad de derechos en todos los ámbitos de la vida, como lo expresa la Constitución Gaudium et Spes:
La mujer, allí donde no la ha conseguido todavía, reclama la igualdad de derecho y de hecho con el hombre (n. 9).
Y es, sin duda, lamentable que los derechos fundamentales de la persona no sean respetados todavía íntegramente en todas partes. De da el caso de que a la mujer se le niegue el derecho de escoger libremente marido o de abrazar determinado estado de vida, o de ascender al mismo nivel de educación y cultura que se le concede al varón (n. 29).
Este último aspecto, el acceder al mismo nivel cultural que el varón, vuelve a tratarse en esta Constitución:
Uno de los deberes más propios de nuestra época, sobre todo para los cristianos, es el de trabajar con ahínco para que (...) se reconozca el derecho de todos y en todas partes a la cultura y a su ejercicio efectivo sin distinción de origen, de sexo, de nacionalidad (...) Las mujeres ya trabajan en casi todos los campos de la vida, pero conviene que sepan también representar plenamente su papel según su propia índole. Es, pues, deber de todos hacer que la participación propia y necesaria de la mujer en la vida cultural sea reconocida y favorecida (n. 60).
Además de estas afirmaciones explícitas, podemos aplicar toda la novedad que supuso el Concilio, especialmente, en lo que se refiere al laicado, a las mujeres. Es así como en el Decreto Apostolicam Actuositatem, se explícita la necesaria participación de la mujer en la misión evangelizadora de la Iglesia: “Como en nuestros tiempos participan las mujeres cada vez más activamente en toda la vida social, es de sumo interés su mayor participación también en los campos del apostolado de la Iglesia (n. 9)”.
En ese mismo sentido, al definir la iglesia como Pueblo de Dios se abren las puertas para una comprensión distinta de la corresponsabilidad de todos y todas en la iglesia. La definición que la Constitución Lumen Gentium hace del laicado cambia la perspectiva sobre este: “Por el nombre de laicos se entiende aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros que han recibido un orden sagrado y los que están en estado religioso reconocido por la iglesia” (n. 31), abriendo así un campo de acción eclesial en el que las mujeres, por supuesto, están incluidas.
Ahora bien, después de este impulso dado por Vaticano II para responder de alguna manera a la configuración social distinta, con respecto a las mujeres, ¿qué tanta recepción tuvo y qué posibilidades suscitó? Este será el objeto de nuestro siguiente apartado.
El “Mensaje a las mujeres” de Pablo VI (1965) al finalizar Vaticano II muestra la conciencia que la Iglesia tiene de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre. Pero llega la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud, la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado.
Pero continuando con la carta, la iglesia no deja de situarla en el papel de esposa, madre, hijas y viudas, vírgenes consagradas y mujeres solas cuyo papel es la misión de “la guarda del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna”. Es decir, la participación eclesial no es una tarea que se vea para las mujeres y no parecen abrirse caminos para ello.
Sobre los ministerios ordenados sabemos que la Constitución Lumen Gentium reinstaura el ministerio del diaconado permanente para los varones (n. 29) pero no dice nada del diaconado para las mujeres. Sin embargo, en el Sínodo de Obispos de 1971 que trató del sacerdocio ministerial, el Cardenal George B. Flahiff, arzobispo de Winnipeg (Cánada), en una de sus intervenciones, propuso el ministerio para las mujeres:
Sabemos que el sacerdocio del Antiguo Testamento era solamente masculino (…). Sabemos que Jesús no podía alterar con tanta radicalidad la imagen social que su época tenía de la mujer (...) Sabemos que la mayoría de las afirmaciones de Pablo relativas a la disciplina eclesiástica eran de índole sociológica y no doctrinal (...) Sin embargo, pienso que no existe objeción dogmática para reconsiderar hoy este problema. Los textos del Vaticano II, por su parte, emiten categóricas afirmaciones contra la discriminación de la mujer en la Iglesia. Con todo, tenemos que reconocer que muchas mujeres católicas excelentes, lo mismo que otras personas, consideran que no se ha hecho un notable esfuerzo para el cumplimiento de esta doctrina. Esperan pacientemente la revisión del código de Derecho Canónico y la eliminación de todos aquellos pasajes discriminatorios, como un gesto de autenticidad. Respecto a lo que se ha dicho sobre la creciente diversificación de los ministerios en la Iglesia, no veo cómo pueda dejarse de plantear el problema del acceso de la mujer a tales ministerios. Seríamos infieles a nuestro deber con más de la mitad de la Iglesia si, al menos, no tocásemos el tema. Reconozco que la posición de la mujer no ha evolucionado de la misma forma en todas las partes del mundo y que pueden existir dificultades en conseguir una visión homogénea acerca de esta evolución. El episcopado canadiense invitó recientemente a algunas representantes altamente calificadas de las mujeres católicas del Canadá para discutir esta cuestión. Sus opiniones y aspiraciones fueron claras, constructivas y respetuosas, con unas recomendaciones que yo aquí presento, a saber: que el Sínodo Episcopal pida al Santo Padre la creación inmediata de una comisión mixta (es decir, compuesta de obispos, sacerdotes, seglares de ambos sexos, religiosos y religiosas) para estudiar con profundidad los ministerios femeninos en la Iglesia (citado por Porcile, 1993, pp.42-43).
Pablo VI instituyó una comisión para el estudio de la posibilidad de acceso de las mujeres al ministerio ordenado. Dicha comisión trabajó durante tres años. En 1976, la Comisión para la Doctrina de la Fe dio a conocer la Declaración sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial (Inter Insigniores). La respuesta es negativa. La Iglesia no encuentra razones para aceptar el sacerdocio femenino. Este documento despertó innumerables reacciones en todos los ámbitos especialmente en los universitarios donde se denunció la confusión reinante entre los argumentos culturales, sociales o disciplinares con los teológicos y exegéticos al tratar el tema. Sin embargo, ese documento pareció cerrar las posibilidades para continuar el estudio sobre este tema.
Pero antes de este pronunciamiento estaban los pasos que Pablo VI había dado para responder a la solicitud del concilio de restaurar el diaconado permanente. En el motu propio Sacrum diaconatus ordinem (1967) establece las condiciones de restauración del diaconado: hombres casados de edad madura. Explícitamente se excluye a las mujeres.
Pablo VI había encomendado también el 28 de octubre de 1968 a la Congregación para la Disciplina de los Sacramentos la tarea de elaborar una reforma sobre las órdenes menores. El resultado fue la Institución de los ministerios laicales: el lectorado y el acolitado, pero se expresa que según la venerable tradición de la Iglesia son reservados a los varones (Pablo VI, 1972). Esta proclamación causó mucha polémica. Si la base de los ministerios laicales es el Sacramento del Bautismo, ¿la mujer no gozaría de los efectos del sacerdocio bautismal? Ante el hecho de que antes de esta definición algunas Conferencias Episcopales permitieran el acceso de la mujer a la proclamación de la lectura y el servicio del altar, la Santa Sede reaccionó con una aclaración sobre Ministeria Quaedam afirmando que "nada impide que las mujeres continúen encargadas de las lecturas públicas durante las celebraciones litúrgicas. Para ese servicio no es necesaria una investidura oficial y canónica en forma de institución, por parte del obispo"[8].
Juan Pablo II publicó la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem (1988) en la que reafirma lo dicho en la Declaración Inter Insigniores:
Ante todo, en la Eucaristía se expresa de modo sacramental el acto redentor de Cristo Esposo en relación con la Iglesia Esposa. Esto se hace transparente y unívoco cuando el servicio sacramental de la Eucaristía -en la que el sacerdote actúa in persona Christi- es realizado por el hombre. Esta es una explicación que confirma la enseñanza de la Declaración Inter insigniores, publicada por disposición de Pablo VI, para responder a la interpelación sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial (n. 26).
Y en la Carta Apostólica Ordinatio sacerdotalis (1994) vuelve a afirmar que la ordenación sacerdotal, mediante la cual se transmite la función confiada por Cristo a sus Apóstoles, de enseñar, santificar y regir a los fieles, desde el principio ha sido reservada siempre en la Iglesia Católica exclusivamente a los hombres. Esta tradición se ha mantenido también fielmente en las Iglesias orientales (n. 1).
En esta misma carta se recuerdan las palabras de Pablo VI dirigidas a la comunidad anglicana cuando consideró la ordenación de mujeres para reafirmar la negativa de la iglesia a ordenar a las mujeres:
Ella sostiene que no es admisible ordenar mujeres para el sacerdocio, por razones verdaderamente fundamentales. Tales razones comprenden: el ejemplo, consignado en las Sagradas Escrituras, de Cristo que escogió sus Apóstoles sólo entre varones; la práctica constante de la Iglesia, que ha imitado a Cristo, escogiendo sólo varones; y su viviente Magisterio, que coherentemente ha establecido que la exclusión de las mujeres del sacerdocio está en armonía con el plan de Dios para su Iglesia (n.1)
El pontificado de Francisco ha significado “un aire nuevo” en la iglesia porque con Él llegó una actualización del dinamismo propiciado por Vaticano II -frenado después de 20 años por los pontificados anteriores y designado como “invierno eclesial” por teólogos como Karl Rahner[9]-. Su actitud personal de sencillez y cercanía se completa con sus pronunciamientos muy en consonancia con la Vaticano II y su recepción en América Latina, especialmente en su compromiso con los pobres: “Quiero una iglesia pobre y para los pobres” (Evangelii Gaudium[10] n. 198); “Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica” (EG n. 198).
Pero frente a la realidad de las mujeres, aunque no ha cesado de hacer pronunciamientos en favor de su mayor participación en la Iglesia, todavía no se ha visto una concreción estructural para tal participación y, por el contrario, no ha dejado de repetir la postura de la iglesia de negativa rotunda al acceso de las mujeres a los ministerios ordenados.
Así se expresó en su primera Exhortación:
(…) Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque ‘el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral’ y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales (EG n. 103).
Pero igual de contundentes son las afirmaciones que no le abren espacios en los ministerios ordenados: “El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder” (EG n. 104).
Es decir, se siguen buscando otras respuestas que aminoren o distraigan del problema fundamental pero no se asume las consecuencias que se deducirían de esa igualdad fundamental entre varón y mujer.
Un momento particularmente esperanzador fue el Sínodo de Amazonía en el que se pidió, una vez más, la participación de las mujeres en los ministerios ordenados, aduciendo además a la falta de ministros varones en aquella región y a la praxis que, de hecho, ya desempeñan tantas mujeres en esas tierras. Así lo pidieron en el Documento final del Sínodo:
(…) Para la Iglesia amazónica es urgente que se promuevan y se confieran ministerios para hombres y mujeres de forma equitativa. El tejido de la Iglesia local, también en la Amazonía, está garantizado por las pequeñas comunidades eclesiales misioneras que cultivan la fe, escuchan la Palabra y celebran juntos cerca de la vida de la gente. Es la Iglesia de hombres y mujeres bautizados que debemos consolidar promoviendo la ministerialidad y, sobre todo, la conciencia de la dignidad bautismal (n. 95).
(…) Reconocemos la ministerialidad que Jesús reservó para las mujeres. Es necesario fomentar la formación de mujeres en estudios de teología bíblica, teología sistemática, derecho canónico, valorando su presencia en organizaciones y liderazgo dentro y fuera del entorno eclesial. (...) Pedimos revisar el Motu Propio de San Pablo VI, Ministeria quaedam, para que también mujeres adecuadamente formadas y preparadas puedan recibir los ministerios del Lectorado y el Acolitado, entre otros a ser desarrollados. En los nuevos contextos de evangelización y pastoral en la Amazonía, donde la mayoría de las comunidades católicas son lideradas por mujeres, pedimos sea creado el ministerio instituido de “la mujer dirigente de la comunidad” y reconocer esto, dentro del servicio de las cambiantes exigencias de la evangelización y de la atención a las comunidades (n. 102)[11].
Explícitamente el Sínodo pidió la restitución del diaconado permanente para las mujeres: “En un alto número de dichas consultas, se solicitó el diaconado permanente para la mujer” (n.103). Conocemos que tal petición ya había sido hecha por la Superioras mayores en su encuentro con Francisco en 2016 y la respuesta del papa a tal petición fue la creación de una comisión para estudiar el diaconado en las comunidades de los orígenes. Esa comisión fue cesada porque el papa consideró que no habían llegado a un acuerdo e instituyó otra comisión en 2019, comisión que no se ha reunido por la situación de pandemia que se vive. De todas maneras, las esperanzas ante una respuesta positiva se han debilitado “casi totalmente” porque teológicamente está muy documentado que existió la función de mujeres diaconas en las primeras comunidades cristianas. Detenerse en sí lo ejercieron a partir del mismo rito dado a los varones, resulta un poco anacrónico porque no hay documentación de cuál sería tal rito, exclusivo para los varones.
Ante estas peticiones, el papa Francisco en la Exhortación Querida Amazonia, nuevamente mantuvo la negativa eclesial a los ministerios ordenados para las mujeres, aduciendo no sólo la tradición del ejercicio ministerial ejercido solo por varones sino anotando que conceder ese ministerio a las mujeres sería clericalizarlas y hacerles perder lo específico de su feminidad:
Esto nos invita a expandir la mirada para evitar reducir nuestra comprensión de la Iglesia a estructuras funcionales. Ese reduccionismo nos llevaría a pensar que se otorgaría a las mujeres un status y una participación mayor en la iglesia sólo si se les diera acceso al Orden sagrado. Pero esta mirada en realidad limitaría las perspectivas, nos orientaría a clericalizar a las mujeres, disminuiría el gran valor de lo que ellas ya han dado y provocaría sutilmente un empobrecimiento de su aporte indispensable (n. 100)
Jesucristo se presenta como Esposo de la comunidad que celebra la Eucaristía, a través de la figura de un varón que la preside como signo del único Sacerdote. Este diálogo entre el Esposo y la esposa que se eleva en la adoración y santifica a la comunidad, no debería encerrarnos en planteamientos parciales sobre el poder en la Iglesia. Porque el Señor quiso manifestar su poder y su amor a través de dos rostros humanos: el de su Hijo divino hecho hombre y el de una creatura que es mujer, María. Las mujeres hacen su aporte a la Iglesia según su modo propio y prolongando la fuerza y la ternura de María, la Madre. De este modo no nos limitamos a un planteamiento funcional, sino que entramos en la estructura íntima de la Iglesia. Así comprendemos radicalmente por qué sin las mujeres ella se derrumba, como se habrían caído a pedazos tantas comunidades de la Amazonia si no hubieran estado allí las mujeres, sosteniéndolas, conteniéndolas y cuidándolas. Esto muestra cuál es su poder característico (n. 101)
Puede pensarse que se está poniendo todo el énfasis en los ministerios ordenados y que esta no es la única manera de la participación eclesial de las mujeres. Por supuesto que dicha participación supera la ministerialidad y que la historia de la iglesia tiene infinitos testimonios de mujeres que desde múltiples servicios y responsabilidades han liderado la experiencia eclesial. Pero es importante hacer algunas aclaraciones:
En definitiva, la Iglesia una vez más está llegando tarde a la hora decisiva de las mujeres y, tal vez, cuando lo reconozca y dé cambios estructurales efectivos, posiblemente muchas de ellas ya estarán lejos de la institución, como ha ocurrido con la clase obrera y con los jóvenes porque sus demandas, no consiguen ser escuchadas por la jerarquía eclesiástica y, por el contrario, se aducen razones que muestran la falta de escucha, de diálogo y de libertad para responder a los signos de los tiempos aunque esto suponga transitar nuevos caminos que parecen inéditos y que, sin embargo, se corresponden con la experiencia de los orígenes.
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Pablo VI. (1972). Carta Apostólica en forma de Motu propio Ministeria Quaedam. Por la que se reforma en la Iglesia Latina la disciplina relativa a la primera tonsura, a las órdens menores y al subdiaconado. Recuperado el 26 de marzo de 2021 de: http://www.vatican.va/content/paul-vi/es/motu_proprio/documents/hf_p-vi_motu-proprio_19720815_ministeria-quaedam.html (consultado 28-03-2021).
Pablo VI. (1967). Carta Apostólica em forma de Motu propio Sacrum diaconatus ordinem. Recuperado el 26 de marzo de 2021 de: Sacrum diaconatus - Lettera Apostolica in forma di Motu Proprio con la quale vengono impartite norme per il ristabilimento del Diaconato Permanente nella Chiesa Latina (18 giugno 1967) | Paolo VI (vatican.va).
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Pío XI. (1939). Carta Encíclica Casti Connubii. Sobre el matrimonio Cristiano. Recuperado el 26 de marzo de 2021 de: Casti Connubii (31 de diciembre de 1930) | PIUS XI (vatican.va).
SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. (1976). Declaración sobre la cuestión de la admisión de las mujeres al sacerdocio ministerial. Inter Insigniores. Recuperado el 26 de marzo de 2021 de: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19761015_inter-insigniores_sp.html.
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[1] Para una profundización del papel de las mujeres en las primeras comunidades cristianas, ver: BAUTISTA, E., 1993; ESTÉVEZ, E., 2012.
[2] En el judaísmo, el rito de incorporación era la circuncisión, reservada a los varones.
[3] El versículo comienza “uno de aquellos días…” haciendo referencia a los versículos inmediatamente anteriores donde se afirma la presencia de las mujeres en la oración con los Doce. Por consiguiente, si las mujeres se mantenían en oración con el grupo, debieron estar presentes en la elección de Matías.
[4] Para profundizar en este proceso de sacerdotalización ver: CORPAS, I., 2020.
[5] ONU Mujeres, La pandemia en la sombra. Violencia contra las mujeres en el contexto del covid-19. https://www.unwomen.org/es/news/in-focus/in-focus-gender-equality-in-covid-19-response/violence-against-women-during-covid-19 (consultado 26-03-2021)
[6] La reflexión sobre la mujer se ha realizado bajo el término feminismo. El feminismo es considerado como un movimiento social que expresa resistencia frente a las múltiples discriminaciones a las que ha estado sometida la mujer en razón de su sexo. Actualmente la mayoría de las corrientes feministas han incorporado la categoría de género en sus estudios. Esta categoría ayuda a reconocer el sistema patriarcal que ha atribuido unos roles determinados a los varones y a las mujeres e invita a pensar en la construcción de nuevas identidades masculinas y femeninas.
[7] La visión androcéntrica continúa afirmando que en la categoría hombre las mujeres están incluidas. Este argumento solo refuerza el sexismo social y eclesial y no representa lo que las mujeres dicen de sí mismas.
[8] L'Osservatore Romano 6.10.1972. Se han necesitado 49 años para que el papa Francisco publicara el Motu Proprio Spiritus Dominus (2021) con el que se modificó el canon 230 &1, permitiendo el acceso a los ministerios instituidos del lectorado y el acolitado a las mujeres.
[9] Otras denominaciones de este período son: involución eclesial (revista Concilium), restauración (GC Zizola), vuelta a la gran disciplina (J. B. Libânio), noche oscura (J. I. González Faus). (Codina, 2006, p. 6).
[10] En adelante EG
[11] Como ya lo señalamos, Francisco abrió la posibilidad del acolitado y lectorado para las mujeres, pero no aprobó crear el nuevo ministerio de dirigente de la comunidad que el Sínodo proponía.
[12] Para una profundización en la Iglesia sinodal que Francisco señala como “la iglesia del tercer milenio”, consultar: Comisión Teológica Internacional, 2018.