Ian D. Wilson, Kingship and Memory in Ancient Judah, USA: Oxford University Press, 2017, 320p.

J. Adrián Tolentino García *
* Licenciado en Historia por la Universidad Iberoamericana campus Ciudad de México. Asistente de investigación de la Dra. María Luisa Aspe, Directora del Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana, y del Dr. Armando Azúa, académico de tiempo del mismo Departamento de Historia. E-mail de contacto: adtolentino@ outlook.com
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El libro, al objetivar la memoria, materializándola, la hace, en principio, ilimitada y pone los decires de los siglos a la disposición de todo el mundo. Pero ¿es esto de verdad así? ¿Tiene el alfabeto tan mágico poder que logre, sin más, salvar lo viviente de su ingénito morir? ¿El decir que se escribe queda por ello vivo? […] O, lo que es igual, ¿sigue diciendo lo que quiso decir? Todo lo que el hombre hace, lo hace en vista de las circunstancias. Muy especialmente cuando lo que hace es decir. José Ortega y Gasset.1

Introdução

U n joven profesor de la Universidad de Alberta se embarca en el estudio de tradición milenaria. Abrirá la Biblia, no obstante, de una forma muy diferente a la que se ha hecho regularmente. Él no se interesa por succionar teologías para nuestros días, ni desmontar ontologías personales ni colectivas, ni hacer cómputos de versículos para calendarios anticuarios. Él, más bien, quiere observar la observación. Se propone entender a quienes compusieron un texto que prevaleció por las décadas de los siglos. Esta heteropsia echará mano de un instrumento principal: la memoria.

Wilson se aferrará al propósito de penetrar en el recuerdo que los literatos de la Judea postmonárquica proyectaban en sus producciones textuales de la Realeza. Someramente dicho, intentará responder a la pregunta por la identidad política de unos redactores de un texto que fue condenado a la más grande de las pervivencias.

Será la época del Segundo Templo, esto es, del siglo V al III a.C., cuando el Pentateuco y la Historia Deuteronomista quedarán fijados en forma literaria. Para Wilson, todo aquello que evoque el pasado es prueba de que los literatos judaítas tenían conciencia histórica. De modo que la narración de tiempos anteriores no es sino la inscripción de la memoria.

El autor sostiene que el marco referencial para el recuerdo de los reyes es el que establece Deuteronomio 17:14-20. Dios manda que el rey ha de ser austero, ha de orientar su proceder con la instrucción divina (Torah, en hebreo), ha de ser hebreo de nacimiento y su reinado habrá de ser dinástico (=perpetuo). Wilson se dedicará a la faena de responder a qué se deben las inconsistencias entre estas condiciones divinamente instruidas y las características específicas de cada rey, como Saúl, David, Salomón, y Ciro. Salomón, por ejemplo, tuvo como don de Dios la inigualable sabiduría, y anejo a ella su equivalente monetario, contra la demanda de austeridad. Y Ciro, el rey de los literatos judaítas, era un persa, y no, más bien, un hebreo de nacimiento. Saúl no tuvo un reinado dinástico, antes bien, su enemigo David obtuvo el beneplácito de Dios. Y David, se sabe, no vivió conforme a la instrucción de Dios, sino que la transgredió.

La nula correspondencia entre las narraciones de los reyes y el rey deuteronómico son resueltas prosaicamente por Wilson: se trata de una contradicción (doublethink) propia de la memoria.

Incursiona, después, por los relatos que describen las precedentes autoridades de Moisés y de Josué. Ambas se aproximan, más que aquellos reyes, a lo mandado por el Deuteronomio. Aunque con señeros matices, como el pecado de la incredulidad infligido por Moisés. Se pregunta Wilson por qué, si éstos cumplen mejor los requisitos, no son proclamados reyes. Nuevamente, su respuesta parecería flotar en la redundancia: se trata de la contradicción perpetrada narrativamente por las divergentes posturas entre los literatos.

Esa recurrente respuesta de Wilson empieza a ser predecible en su texto. Cada personaje analizado es entendido desde esa trinchera, desde su ambivalencia. Así pasa con su análisis de los jueces, como Gedeón, cuyo nombre se compone de vocablos hebreos que connotan realeza y que, sin embargo, no es rey y no actúa conforme a Dios. Lo mismo con Samuel, quien ostenta autoridad para mandar y quien inviste a regentes, pero es reticente a la idea de que los hebreos sean gobernados por un rey. Continuas paradojas.

En suma, ésa es la argumentación de Wilson. El primer efecto que causa en el lector es el asombro por la novedosa metodología. Los ulteriores capítulos desencantan. Promete insistentemente, en el curso de sus capítulos, que los libros Proféticos conciliarán la contradicción inherente al concepto que de la Realeza tiene la memoria colectiva. No obstante su insistencia —signo de desesperación—, al llegar al penúltimo de los capítulos, descuella su logomaquia y nada más. La realeza que se desprende del discurso de los profetas, previsiblemente, es también polivalente.

Wilson se limita a decir que los libros proféticos contribuyen a la constitución identitaria porque prometen una monarquía futurible. Pero repercute con estupefacción que concluya que “así como el discurso judeano no sabe qué hacer con la realeza pasada, tampoco puede decidirse sobre la realeza futura” (p. 222).

A pesar de que el autor cede un espacio considerable para aclarar su postura metodológica, a lo largo de su estudio prevalece, a ese respecto, una incomodidad irremediable. Pareciera como si existiera una nubosidad, o quizás una treta —a juzgar por la calidad intelectual del escritor—, en sus concepciones sobre la memoria. Más específicamente, en su entendimiento de la articulación de la memoria y la escritura. Esto es, en la fijación del recuerdo. Si penetrar en estos dominios desde la actualidad es faena, regularmente, laberíntica, tanto más resulta hacerlo para los tiempos bíblicos. El principal accidente que obstaculiza este ensayo de entender la memoria postmonárquica consiste en la llana, y cómoda, rehuida de la forma de perpetuar el recuerdo. El autor, en suma, elude el indispensable análisis de la escritura del recuerdo.

Un lector que desconoce la alteridad del pasado fácilmente caería en la ingenuidad de pensar que la operación de escribir se limita a la tinta y al papel. Poco se imagina que los materiales, tales como el rollo, el junco, el tiesto, la tinta (cada uno con sus complejidades físicas) son en el siglo IV a.C. tan sólo un momento de dicha operación. La rica conjugación de los materiales, de la letra —el alefbet y el alfabeto—, y su aneja numinosidad, y, desde luego, la cognición de la reminiscencia en nada se parece a la operación de nuestros días.2 Y, sin embargo, a Wilson le tiene sin cuidado.

Subyace, debido a esa evasión, un terrorífico reduccionismo. Si un versículo evoca la anterioridad, sea ésta alabada o condenada, para el autor esto no quiere decir sino que los judaítas gozaban de conciencia de su propio pasado. El vago reduccionismo hace que se igualen la conciencia histórica con la producción de recuerdos.

Sí, sin dudarlo siquiera un poco, los judaítas debieron de pensar que todo relato sobre sus jueces, su juez-sacerdote-profeta Samuel, sobre sus reyes Saúl, David y Salomón, y sobre sus monarcas secesionados fueron descripciones de personas que realmente mandaron en el pasado. Que sus regencias fueron, pues, hechos acontecidos en el pasado. Hoy sabemos que la narración de la Jerusalén pujante y del magnífico reinado de Salomón no corresponde con lo sucedido en esa región, en esa precisa época. No hay ni rastro de una urbe semejante en la estratigrafía.3

Todo esto Wilson prefiere ignorarlo —aun cuando cita uno de los múltiples estudios que lo afirma—. Acaso argumentará diciendo que él no se interesa por la correspondencia del relato con el pasado como fue de suyo. Dirá que él busca, más bien, navegar por la forma de recordar esos hechos, pues para los judaítas efectivamente acontecieron. Sin embargo, a sabiendas de que el relato es una fabricación —parcial o íntegra— de un remoto pasado, una proyección del presente en el pasado, en suma, una mitificación, ¿acaso no complica más el asunto? ¿Acaso, pues, se trata de un sencillo ejercicio de recordar y de un simple dispositivo de transmisión, de una tradición?

Ya sabemos que la Historia es un producto griego. En su primaria acepción, también lo sabemos, Historia supuso dilucidación, búsqueda, interrogación. La conciencia histórica de los griegos les condujo a ensayar respuestas a ese pretérito misterio. Los judaítas no se interesaron por develar el pasado. Acaso porque éste no estaba velado. El velo reposaba sobre el presente y el incierto futuro. Pero ellos no necesitaban develarlo, pues Dios lo revelaba. Este “régimen de historicidad” no se contenta con llamarse conciencia histórica, mucho menos recuerdo. Más que observar al judaíta postmonárquico, Wilson observó a un literato más semejante a él que a aquél.

La lectura de Ian D. Wilson desliza su mirada sobre la Biblia y no, más bien, sobre los rollos de los Malajim, de Shmuel, o de los Nevi’im. Abre el libro de pasta gruesa y recorre sus páginas de izquierda a derecha y, en el mejor de los casos, de derecha a izquierda. Así es, desafortunadamente, cuando, en su lugar, debería estar desplegando un rollo e, inclusive, recitando sus vocablos —que no palabras—. Es pesadamente fatigoso tener que leer, de inicio a fin, el inveterado descubrimiento del autor: la contradicción de la Biblia.

Hasta el individuo más profano sabe ya eso. Todo detractor barato de las tradiciones monoteístas tira de su arma con ese gatillo. Qué vergonzoso error es querer reconstruir una comunidad de lectores de los últimos siglos a.C. con los andamios de la lectura moderna. Wilson busca, sin provecho, desde luego, la consistencia en una producción textual deliberadamente inconsistente.

Al constantemente iterar la contradicción (the doublethink) en la textualización de la realeza bíblica, ignora dos condiciones básicas de esa específica textualización: (1) que la escritura de la Biblia es una aglutinación, accidentalmente fijada, de estratos redaccionales temporalmente distantes, y (2) que la política es, a la postre, disensión y disputa. En otras palabras, los aleatorios y anónimos redactores de los libros bíblicos, al meter su pluma antes de la canonización —antes, pues, de la inmutabilización— , expresaron su opinión política. ¿Puede esperarse que en libros tales haya consistencia?

Una empresa más sensata, y más conmovedora, sin duda, habría sido entender cómo los judaítas postmonárquicos leían esas inconsistencias. Pero no, por supuesto, bajo esa mirada. Pues calificar un texto de inconsistente es tener en mente la naturaleza ordenada de un texto. Es pensar en términos de sentido moderno un texto que, evidentemente, carece de él. Y digo evidentemente porque la pista reside en que la Biblia permaneció así, con líneas y párrafos de rompecabezas, por poco menos de dos milenios. Hay que aventurarse a historiar la Biblia, no bajo el signo de la contradicción, sino bajo el de la perduración. Roland Barthes, con su ciencia de la literatura, abrió la vereda a la que aspira una historización tal: hay que descubrir “según qué lógica los sentidos son engendrados de una manera que pueda ser aceptada por la lógica simbólica de los hombres”.4

BIBLIOGRAFÍA

BARTHES, Roland, Crítica y verdad, tr. de José Bianco, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972 (1966)

FINKELSTEIN, Israel and Neil Asher Silberman, David and Solomon. In search of the Bible’s Sacred Kings and the Roots of the Western Tradition, New York, New Press, 2006

ORTEGA Y GASSET, José, Misión del bibliotecario (1935), en Obras Completas. Tomo V (1933-1941), Madrid, Revista de Occidente, 1964

TOV, Emanuel, “Chapter Fifteen. The Writing of Early Scrolls: Implications for the Literary Analysis of the Hebrew Scripture”, in Hebrew Bible, Greek Bible and Qumran: Collected Essays, Mohr Siebeck, 2008

Notas

[1]ORTEGA Y GASSET, José, Misión del bibliotecario (1935). Obras Completas. Tomo V (19331941), Madrid, Revista de Occidente,1964, 233.

[2]La complejidad se ilustra al recordar que si un escritor (o, mejor, un inscriptor) buscaba corregir una única palabra, tenía que reescribir el texto entero, en un pergamino totalmente nuevo, en lugar de poner tachaduras. Encima, cualquier avezado exegeta sabrá que no pocas son las intervenciones correctoras. Cf. TOV, Emmanuel, “The Writing of Early Scrolls: Implications for the Literary Analysis of the Hebrew Scripture”, in Hebrew Bible, Greek Bible and Qumran: Collected Essays. Mohr Siebeck, 2008, 220.

[3]Cf. FINKELSTEIN, Israel and Neil Asher Silberman, David and Solomon. In search of the Bible’s Sacred Kings and the Roots of the Western Tradition, New York, New Press, 2006, 543-556 (paginación de eBook).

[4]BARTHES, Roland, Crítica y verdad, traducción de José Bianco, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972 (1966), 65.