Neoliberalismo progresista
y empresarialidad de sí.
Apuntes sobre los límites
del análisis foucaultiano de
la subjetividad neoliberal
Progressive neoliberalism and
self-entrepreneurship. Notes on
the limits of Foucauldian analysis
of neoliberal subjectivity
Emmanuel Chamorro*
Professor da Faculdade de Teologia da Pontifícia Universidade de São Paulo (PUC-SP). Doutor em Teologia pela Université Catholique du Louvain. Email: antoniomanzatto@gmail.com
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Resumen
Este artículo propone un análisis de las
formas actuales de neoliberalismo que toma
como punto de partida los trabajos de Michel
Foucault. Desde esta perspectiva, este se
entiende como una organización del poder
que no opera únicamente a través del control de la economía sino fundamentalmente
de la constitución de determinadas formas de
subjetividad. La tesis que defenderemos es
que las promesas que han sostenido durante décadas tales modelos de subjetividad han
entrado en una crisis irreversible desde 2008
con el colapso de lo que se ha caracterizado
como el «neoliberalismo progresista». El modelo foucaultiano, que permitía analizar ese
neoliberalismo expansivo, se enfrenta así a
determinados problemas ante el repliegue hacia un poder crecientemente autoritario y que
parece promover unas formas de subjetividad
recesivas. Con la ayuda de autores como Nancy Fraser, Maurizio Lazzarato, Wendy Brown o William Davies trataremos
de presentar un mapa de estas problematizaciones del análisis foucaultiano del
neoliberalismo con el objetivo de superar algunas de las aporías a las que se ha
visto abocado en el nuevo contexto.
Palabras clave:Neoliberalismo, subjetividad, Foucault, reconocimiento, redistribución.
Abstract
This article proposes an analysis of current forms of neoliberalism that takes
at its starting point the works of Michel Foucault. From this view, neoliberalism
is understood as an organization of power that doesn’t work only through the
control of the economy, but essentially through the constitution of certain forms
of subjectivity. We will defend the thesis that the promises that have maintained
for decades these models of subjectivity, have entered into an irreversible crisis
since 2008 with the collapse of “progressive neoliberalism”. The Foucauldian
model, which allowed us to analyze this expansive neoliberalism, then faces certain problems because of the retreat towards an increasingly authoritarian power
that seems to promote recessive forms of subjectivity. With the help of authors
such as Nancy Fraser, Maurizio Lazzarato, Wendy Brown or William Davies we
will try to present a map of these problematizations of the Foucauldian analysis
of neoliberalism with the aim of overcoming some problems to which it has been
doomed in the new context.
Keywords:Neoliberalism, subjectivity, Foucault, recognition, redistribution.
Introducción
Este trabajo parte de la idea de que el poder neoliberal tal y como se proyectó y expandió desde los años ochenta, se ha enfrentado a partir de la crisis de 2007-2008 a problemas de tal envergadura que han exigido su mutación. Estas transformaciones han sido acompañadas por un cuestionamiento de determinados conceptos con los que se había tratado de capturar eso que Luc Boltanski y Ève Chiapello han denominado «el nuevo espíritu del capitalismo». Partiendo de tales coordenadas vamos a tratar de problematizar algunas de las categorías que Foucault presentó en su curso de 1979 Nacimiento de la biopolítica sobre las que se vienen construyendo buena parte de los análisis del neoliberalismo en las últimas décadas.
La complejidad y magnitud del problema exige aclarar que este trabajo no trata de dar cuenta de la amplísima gama de estudios críticos acerca del neoliberalismo. Nos centraremos, por el contrario, en la reconstrucción de determinados análisis que han propuesto ir con Foucault más allá de Foucault. De este modo, guiados fundamentalmente por los trabajos actuales de Nancy Fraser, William Davies, Maurizio Lazzarato y Wendy Brown trataremos de mostrar las líneas maestras de un análisis que atiende especialmente a los nuevos modelos de subjetividad y su relación con las condiciones tanto económicas como políticas de nuestro tiempo.
1979: brevísima historia de una encrucijada
Para analizar el colapso de los mecanismos y discursos que habían articulado las formas subjetivas de esa «edad de oro del neoliberalismo» que termina alrededor de 2008, resulta imprescindible volver la mirada al momento de su emergencia. Así, como ha señalado Pierre Rosanvallon (2018, p. 16), los años setenta constituyen un anclaje fundamental para comprender el presente porque en ellos «se forjaron las promesas estancadas de nuestros días». Al final de esa década, que había recogido los conflictos acumulados desde la posguerra, se libra una batalla crucial en la que se consuma la derrota del impulso transformador de los sesenta —encarnado en los movimientos de 1968— y el surgimiento de la hegemonía neoliberal (CHAMORRO, 2020).
Esta genealogía nos lleva a trazar, aunque sea de un modo groseramente esquemático, los contornos de ese mundo que estaba muriendo a finales de los setenta: el del sueño de un capitalismo democrático que acompaña a los conocidos como «treinta gloriosos». Esta configuración política, económica, social y subjetiva que aparece tras la Segunda Guerra Mundial en el primer mundo viene definida por lo que Antonio Negri y Michael Hardt (2002, p. 227) han denominado «la trinidad del moderno Estado del bienestar»: «Una síntesis de Taylorismo en la organización del trabajo, Fordismo en el régimen salarial y Keynesianismo en las regulaciones macroeconómicas de la sociedad».
Nos encontramos ante una organización social que aún podemos definir como «disciplinaria» —en el sentido foucaultiano— y en la que las formas de subjetividad dominantes están vinculadas al esfuerzo y el trabajo, pero también a la seguridad y la estabilidad. De este modo, la posibilidad de desarrollar una biografía relativamente ordenada a «largo plazo» (SENNETT, 2000) aparece como contrapartida de esas sujeciones disciplinarias que tienen por objetivo asegurar la reproducción de las relaciones de producción capitalistas.
Alejándonos de la imagen que a menudo se proyecta de este período —basada, en buena medida, en la idealización del conocido como «espíritu del 45»—, resulta fundamental remarcar que su desarrollo no fue uniforme ni estuvo exento de conflictos (ARRIZABALO, 2016, pp. 277-367). Tanto es así que el propio poder acumulado por el movimiento obrero desde la derrota del nazismo, unido a los nuevos malestares sociales —encarnados en los sectores más jóvenes del mundo del trabajo y en la contracultura— generan hacia el final de los años sesenta un desborde inesperado. Mayo del 68 y los movimientos sociales y culturales de la época representan en este contexto la aparición de una nueva generación cuyas demandas aparentemente exceden el marco de las promesas de seguridad del viejo modelo social, político y subjetivo del capitalismo de posguerra.
Estas exigencias, que constituyen el corazón mismo de los proyectos nacidos a la izquierda de los partidos comunistas de la época, tienen que ver con la imbricación de lo que Luc Boltanski y Ève Chiapello (2002, pp. 244-249) han denominado «crítica artista» y «crítica social» y Nancy Fraser (1997, pp. 11-39) ha identificado respectivamente como luchas por el «reconocimiento» y la «redistribución». Aunque tal distinción —especialmente si se proyecta como analizador histórico en lugar de como principio metodológico— resulta problemática, creemos que puede se útil para comprender cómo en un contexto muy concreto alrededor de ese año 68 se produce un encuentro virtuoso y sostenido entre dos tipos de demandas diferenciadas: las centradas en la libertad, el reconocimiento y la autogestión —que podemos identificar con la llamada crítica artista— y las que ponen el foco en la justicia social y la redistribución —que corresponderían a la crítica social.
Aun teniendo en cuenta sus particularidades, el escenario que esta crisis del modelo de posguerra dibuja en el contexto francés nos permite identificar algunos elementos fundamentales para comprender la dinámicas que harán posible la extensión global del neoliberalismo desde los años ochenta. Así, podemos encontrar dos momentos claramente diferenciados en los que se ponen en juego estrategias diversas para contener y reconducir ese malestar.
En un primer momento, a comienzos de la década de 1970, el creciente conflicto social se codifica bajo la perspectiva de la redistribución y la disciplina. La reacción ante la crisis política del 68 se articulará entonces sobre tres ejes: una aceptación de buena parte de las reivindicaciones sindicales de la época —que implica según Boltanski y Chiapello (2002, p. 265) «el mayor avance social desde la Liberación»—,1 que se complementa con una reactivación keynesiana de la economía y un aumento de la «represión» por parte del Estado francés —que funciona como la continuación de la estrategia de Charles De Gaulle para acabar con el movimiento de mayo y junio del 68. En resumen, esta estrategia —fundamentalmente reactiva— se basa en una interpretación del conflicto en términos de crítica social que plantea que el modelo disciplinario posee herramientas suficientes para superar su propia crisis.
Sin embargo, a mediados de los setenta y ante las dificultades añadidas por la llamada «crisis del petróleo», se hace evidente que ni las medidas económicas habían permitido recuperar la tasa de ganancia previa, ni la disciplina había conseguido frenar la desorganización de la producción provocada, entre otras causas por el creciente rechazo del trabajo —especialmente importante entre las nuevas generaciones de trabajadores. Asumiendo el fracaso de esa primera estrategia, ciertas facciones de la patronal francesa comienzan a experimentar con una segunda respuesta que parte de una diferente interpretación de la crisis (BOLTANSKI y CHIAPELLO, 2002, p. 269). Estas entenderán que el malestar no tiene por único fundamento la desigualdad, sino la falta de reconocimiento asociada a la rigidez del mundo del trabajo
El mandato, a partir de este momento, consistirá en introducir medidas de flexibilización, individualización y cogestión. Se pone en cuestión así la capacidad de la disciplina y el autoritarismo para mantener a la larga la organización de la producción y se comienza a experimentar con modelos de gestión que implican una creciente autorresponsabilización de los trabajadores. Este cambio de acento de la redistribución al reconocimiento representa, como veremos a continuación, la piedra de toque de la anunciada dimensión progresista del neoliberalismo que consigue reconducir algunas de las reivindicaciones de la época para insertarlas en un marco social totalmente diferente.
Foucault y el neoliberalismo
Precisamente la monstruosidad —en sentido gramsciano— de esa encrucijada que se debate entre las fuerzas de una disciplina fordista que no acaba de morir y el empuje de una nueva organización social que no acaba de nacer constituye aquello que, en mi opinión, trata de captar Michel Foucault (2012a, p. 77) al describir la situación de finales de la década de 1970 como atravesada por una «crisis de gubernamentalidad». Esta caracterización remite a la raíz multifactorial de los conflictos de la época, que remiten indudablemente al agotamiento del modelo económico de los treinta gloriosos, pero también de sus dimensiones sociales, políticas, culturales y subjetivas.
Situado en tal encrucijada, Foucault va a definir el neoliberalismo como una forma de gubernamentalidad cuya potencia consiste justamente en su capacidad de innovación respecto de las fórmulas conocidas. El estudio que presenta en su curso de 1979 resulta especialmente interesante, desde esta perspectiva, porque trata de pensar el neoliberalismo fuera de los marcos de la izquierda de la época. Así, planteará que este no debe comprenderse únicamente como una nueva forma de acumulación, ni como una extensión de la sociedad mercantil, ni una vuelta de tuerca del autoritarismo del Estado (FOUCAULT, 2012a, p. 136).
Partiendo de estas coordenadas, y situándose frente a los análisis marxistas, Foucault va a definir el neoliberalismo como una tecnología de gobierno volcada fundamentalmente sobre la subjetividad. La economía —como posteriormente confesara Margaret Thatcher (1981)— no aparece entonces como el objetivo del nuevo liberalismo, sino como el medio para «transformar el alma» de los individuos. De este modo, el proyecto neoliberal se concibe no solo como el relevo del modelo económico del capitalismo keynesiano, sino como la reactivación del viejo sueño de las utopías modernas de construir al «hombre nuevo».
La figura subjetiva que identifica este proyecto es la del «empresario de sí»; el individuo que, a través de un proceso de autorresponsabilización, considera todos los aspectos de su existencia como si de una empresa se tratara, analizando y determinando su comportamiento bajo la lógica de la inversión, el riesgo y el beneficio.
Frente a los acercamientos que definen el neoliberalismo como una doctrina no intervencionista —cuya máxima expresión sería la desregulación de los mercados financieros—, Foucault insiste en que, ya desde sus orígenes en el conocido como Coloquio Walter Lippmann, este se concibe a sí mismo como un intento de superar los problemas asociados al laissez faire. En su lugar se pondrá en marcha lo que los propios ordoliberales denominaban una política social «individual» o «privatizada», que instituye mecanismos de intervención permanente con el objetivo de extender la competencia y combatir activamente los mecanismos anticompetitivos que surgen de la sociedad (FOUCAULT, 2012a, p. 164).
Tal proyecto se traduce, en este contexto, en un ataque frontal a las estructuras sociales de la posguerra como condición de posibilidad del establecimiento de un nuevo marco flexible que permita la expansión de la competencia. El neoliberalismo aparecerá, de este modo, como un enemigo de las formas disciplinarias de poder del Estado social, una estructura que, desde esta perspectiva, bloquea la innovación, libertad y diversidad que la incipiente sociedad empresarial exige.
En esta encrucijada podemos encontrar al final de los años setenta tres posiciones a priori muy alejadas pero que convergen alrededor de la crítica al modelo disciplinario del welfare: la puramente neoliberal —que remite a la cuestión económico-mercantil—, la conservadora —que denuncia la desmoralización provocada por los mecanismos de seguridad social— y, por último, la contracultural —que ataca la función de control social que acompaña al Estado providencia— (VÁZQUEZ, 2005, pp. 194-195).2 Este contexto ofrece elementos suficientes para comprender que la extensión del neoliberalismo a la práctica totalidad del planeta en las últimas cuatro décadas no se debe únicamente a su potencia «imperial» ni a la violencia con la que efectivamente se ha implantado en determinadas latitudes —especialmente en América Latina. Esta es, indudablemente, una de sus matrices, pero junto a ella encontramos una tecnología política que se ha podido extender globalmente gracias a su enorme fuerza subjetiva. En este sentido, ese triple solapamiento entre argumentos conservadores, liberales y contraculturales nos permite entender cómo la hegemonía neoliberal se construyó a través de la captura y «resignificación» de las críticas de los movimientos radicales de los sesenta y setenta (FRASER, 2015, p. 254) que de algún modo instalaron en su interior determinados valores, discursos y prácticas que podemos identificar con su dimensión «progresista».3
El acercamiento foucaultiano permite, entonces, analizar el neoliberalismo como una tecnología de gobierno decididamente intervencionista pero que no actúa ejerciendo únicamente un dominio sobre las conductas de los individuos —como hacía la disciplina— sino que los condiciona interviniendo en el «marco». Este gobierno «indirecto» toma como punto de partida la necesidad de establecer determinadas condiciones de libertad de los agentes con el objetivo de que estos puedan maximizar su propio interés. Desde esta perspectiva, el neoliberalismo aparece más que como una forma de nuevo autoritarismo, como una gubernamentalidad que produce y organiza constantemente la libertad porque la necesita, heredando así una de las problemáticas centrales del liberalismo clásico (FOUCAULT, 2012a, p. 72).
Auge…
Partiendo de la base de que el concepto «neoliberalismo» designa un campo amplísimo —e incluso contradictorio— de prácticas de gobierno y teorías económicas y sociales, en este trabajo defenderemos la tesis de que este acercamiento foucaultiano que hemos presentado sumariamente ofrece determinadas herramientas analíticas que entendemos pueden resultar útiles para captar algunas de sus dimensiones, y especialmente las que remiten a eso que hemos identificado como «neoliberalismo progresista».
En el sentido ya anunciado y coincidiendo con las tesis centrales de Boltanski y Chiapello, Nancy Fraser ha incidido en el proceso de apropiación de determinados elementos procedentes de los nuevos movimientos sociales por parte del neoliberalismo. Según su análisis, esta superposición de crítica contracultural y gubernamentalidad neoliberal habría alcanzado su cénit en los años noventa con los gobiernos de Bill Clinton y Tony Blair. Así, bajo el mandato de laboristas y demócratas, se habría extendido la convergencia entre lo que Fraser (2017) define como los sectores más visibles de las fuerzas progresistas de la sociedad civil y las élites del capitalismo cognitivo y financiero.
Este período de esplendor —que tanto William Davies como Maurizio Lazzarato coindicen en definir como «la edad de oro del neoliberalismo»— no fue posible, sin embargo, sin un primer momento que Davies define como «neoliberalismo combativo». En esta primera fase —que sitúa en el final de la década de los setenta y el comienzo de los ochenta— el neoliberalismo toma la forma «de un movimiento social dirigido a combatir e idealmente destruir a los enemigos del capitalismo liberal» (DAVIES, 2016, p. 134). De nuevo centrado en el contexto anglosajón, la lucha de Thatcher y Reagan contra los sindicatos aparece como el ejemplo paradigmático de este momento combativo.4
La victoria final llega en 1989 con la caída del Muro de Berlín que anuncia el inminente colapso de la URSS y el surgimiento de la mencionada época dorada del proyecto neoliberal. Davies y Fraser coinciden en señalar que esta etapa en la que el neoliberalismo se impone como norma global está marcada por un gesto político progresista y fue conducida principalmente por gobiernos de izquierdas.
A pesar de que, como ya se ha apuntado, definir esa dimensión «progresista» del neoliberalismo como una etapa histórica implica ciertos problemas, la intuición que atraviesa el análisis de estos autores resulta a nuestro juicio útil para entender algunos fenómenos importantes. En este sentido, cabría destacar especialmente dos cuestiones: por un lado, el mencionado papel de los gobiernos y las ideas progresistas en el desarrollo y la extensión del programa neoliberal y, por otro, el modo en que se ha construido toda una nueva normatividad alrededor de la figura expansiva de la subjetividad empresarial que está directamente vinculada con aquellas demandas de independencia y autonomía que el neoliberalismo toma de la contracultura y los movimientos sociales de los años sesenta y setenta.
Según la reconstrucción de estos autores, una vez erosionada la legitimidad del Estado providencia y vencido el socialismo real, el nuevo liberalismo va a poder desarrollar su proyecto normativo, introduciendo en el espesor social esa dinámica de la empresa y la competencia. Así, en este contexto nos encontramos ante determinadas transformaciones sociales, económicas y políticas que van a propiciar la extensión de un nuevo horizonte subjetivo.
Este remite especialmente a la introducción de una lógica del riesgo y la libertad que cuestiona las certezas heredadas del mundo fordista de la posguerra. La erosión de las instituciones de seguridad social, que son sustituidas por mecanismos privatizados de seguridad,5 introduce una lógica en la que toda la responsabilidad se vuelca sobre el individuo convirtiendo derechos sociales en deberes individuales mediados habitualmente por el crédito:
Nada de aumentos de salarios directos o indirectos (jubilaciones), sino crédito al consumo e incitación a la renta bursátil (fondos de pensiones, seguros privados); nada de derecho a la vivienda, sino créditos inmobiliarios; nada de derechos a la escolarización, sino préstamos para pagar los estudios; nada de mutualización contra los riesgos (desempleo, salud, jubilación, etc.), sino inversión en los seguros individuales (Lazzarato, 2013a:127).
Colin Crouch (2009) ha acuñado la expresión «keynesianismo privatizado» para señalar justamente este momento en el que la deuda privada comienza a sustituir a la economía social. En este contexto, la extensión de la figura del «empresario de sí» se halla indefectiblemente vinculada a una expectativa de futuro: la posibilidad real de valorizar la inversión que el individuo —entendido como «capital humano»— realiza sobre sí mismo.
Correlativamente a esta promesa de capitalización aparece toda una nueva tecnología de poder que gira alrededor de la diversidad y el reconocimiento y cuya consecuencia indirecta es, como hemos visto, el desplazamiento de las políticas redistributivas que se conciben ahora como una intromisión injustificable en la dinámica del mercado. En ello podemos encontrar la plasmación de una de las tesis centrales de Nacimiento de la biopolítica, a saber, que el neoliberalismo renuncia a los mecanismos y objetivos esenciales del proyecto disciplinario:
Lo que aparece en el horizonte de un análisis como éste no es en modo alguno el ideal o el proyecto de una sociedad exhaustivamente disciplinaria en la que la red legal que ciñe a los individuos sea relevada y prolongada desde adentro por mecanismos, digamos, normativos. No es tampoco una sociedad en la que se exija el mecanismo de la normalización general y la exclusión de lo no normalizable. En el horizonte de ese análisis tenemos, por el contrario, la imagen, la idea o el tema-programa de una sociedad en la que haya una optimización de los sistemas de diferencia, en la que se deje el campo libre a los procesos oscilatorios, en la que se conceda tolerancia a los individuos y las prácticas minoritarias, en la que haya una acción no sobre los participantes en el juego, sino sobre las reglas de éste, y, para terminar, en la que haya una intervención que no sea del tipo de la sujeción interna de los individuos, sino de tipo ambiental (FOUCAULT, 2012a, pp. 260-261).
Aunque a menudo se ha incidido en la «cara oscura» de esta promesa del capital humano y su relación con la violencia y el aumento la explotación,6 es importante señalar que tal modelo se encuentra estrechamente vinculado a una figura subjetiva expansiva, relacionada con esta promesa de valorización ilimitada del propio sujeto. En este sentido, los análisis de Michel Foucault permiten comprender las dinámicas profundas que moviliza esa matriz progresista del neoliberalismo sobre las que se ha tratado de construir al menos durante dos décadas el imaginario legitimador de su hegemonía. La idea de un paulatino abandono de la cuadrícula disciplinaria —anunciada por Foucault y desarrollada posteriormente por Gilles Deleuze (2006)—7 constituye, así, un anclaje útil para comprender determinadas dimensiones de las formas políticas y sociales que acompañan el desarrollo del neoliberalismo, al menos en esto que hemos venido identificando como su edad de oro o su momento progresista.
Desde esta perspectiva, las promesas de autonomía, libertad y autogestión de los individuos quedan fijadas al cuestionamiento de las instituciones de seguridad social y al desarrollo de una organización social crecientemente flexible y tolerante con las diferencias. El acercamiento foucaultiano —que coincide con estas investigaciones acerca del neoliberalismo progresista— permite comprender así la imbricación entre subjetividad y dominio, ampliando el campo de análisis más allá de la consideración del neoliberalismo como un enorme dispositivo de «restauración del poder de clase» (HARVEY, 2007, p. 24) como ha sido tradicionalmente concebido por el marxismo.
y caída del neoliberalismo progresista
Sin embargo, a pesar de la potencia explicativa de este acercamiento —y de nuevo es necesario remarcar que se circunscribe a determinadas coordenadas históricas y geográficas y no agota las explicaciones acerca del desarrollo y las formas que toma el «neoliberalismo real»—, después de la crisis financiera de 2007 y 2008 algunas de sus herramientas parecen haber quedado obsoletas o al menos necesitar un reajuste. En este sentido, el análisis foucaultiano parece encontrarse ante dificultades crecientes en la medida en que la dimensión «progresista» del neoliberalismo se ve eclipsada.
Los trabajos de los autores que nos vienen acompañando desde el inicio convergen en este punto al señalar que tal crisis constituye el límite de esa edad de oro del neoliberalismo cuyos rasgos acabamos de describir. Desde esta perspectiva, el estallido de la burbuja crediticia y la respuesta que la acompaña —austeridad, disminución del gasto público, mayor flexibilización de los mercados de trabajo, etc.— habrían propiciado una reintroducción de elementos asociados al sacrificio, al castigo y a formas de disciplinamiento social aparentemente superadas.
Maurizio Lazzarato incidirá en esta cuestión situando la deuda como el mecanismo central de la nueva gobernanza neoliberal. Así, en un marco de análisis nítidamente foucaultiano, va a plantear que el fin del neoliberalismo progresista no solo remite al hundimiento del sistema financiero —que sostenía artificialmente ese «keynesianismo privatizado»—, sino de la dimensión subjetiva que lo acompañaba, es decir, de la lógica expansiva del «empresario de sí»:
La crisis no es sólo económica, social y política. También es, y en primer lugar, una crisis del modelo subjetivo neoliberal encarnado por el «capital humano». El proyecto de reemplazar al asalariado fordista por el empresario de sí mismo, que transforma al individuo en empresa individual, gestora de sus capacidades como si fueran recursos económicos que es preciso capitalizar, se ha hundido en la crisis de las subprime (LAZZARATO, 2015, p. 15)
Este cuestionamiento de la capacidad de construir consenso a través de la figura expansiva del «empresario de sí» implica también un desplazamiento en el papel que juega el futuro en la nueva lógica gubernamental. Si en la edad de oro del neoliberalismo la empresarialidad podía acoplarse, como hemos visto, a una promesa de capitalización ilimitada en el porvenir, ahora el tiempo funcionará como una variable sobre la que se articula la captura permanente del presente. En consecuencia, se derrumba aquel horizonte que permitía codificar racionalmente las inversiones de los individuos, y su lugar es progresivamente ocupado por una inseguridad constitutiva que genera formas de subjetividad recesivas en las que el futuro aparece como amenaza y no como promesa.
En este sentido, tanto Wendy Brown (2016, pp. 110-111) como Michel Feher (2014) coinciden en señalar que la nueva lógica de la deuda y la austeridad ha desplazado las formas dominantes del homo eoconomicus que no remiten ya tanto a la figura del «empresario de sí» como productor sino más bien a la consideración de la propia biografía como una cartera de inversiones. En consecuencia, el ethos de las finanzas se impone al de la empresa y la producción.
Nos encontramos, con ello, ante una vuelta de tuerca de la lógica de la autorresponsabilización que hace emerger nuevas formas de «prudencialismo privatizado» (O’Malley, 1992) que ya no se basan en la gestión del propio capital humano, sino en la aceptación de unas condiciones de existencia cada vez más precarias bajo la amenaza permanente de la exclusión del juego económico y social. Así, el discurso dominante reemplaza la promesa por la resignación, introduciendo una nueva moral del esfuerzo y la abnegación totalmente ajena a la omnipotencia narcisista que identificaba al sujeto neoliberal en su edad de oro. Consecuentemente, como ha apuntado Wendy Brown (2016, p. 149), en contraste con la promesa de seguridad que acompañaba al individuo autónomo y soberano del liberalismo clásico, «el sujeto neoliberal no recibe garantía alguna de vida (por el contrario, en los mercados, algunos deben morir para que otros vivan) y, por consiguiente, está tan atado a fines económicos que es potencialmente sacrificable a ellos». El individuo, desde esta perspectiva, no solo es responsable de los riesgos que sus decisiones implican, sino que debe hacerse cargo —tal es la lógica movilizada por las políticas de austeridad puestas en marcha en la última década— de las consecuencias macroeconómicas de la financiarización incluso a expensas de su propio bienestar. De este modo, Brown (2016, pp. 111-112) afila la crítica al planteamiento foucaultiano al señalar la insuficiencia de la noción de «interés» para comprender las formas contemporáneas de subjetividad: «En vez de que cada individuo busque su propio interés y genere sin querer el beneficio colectivo, actualmente es el proyecto del crecimiento macroeconómico y la mejora del crédito a lo que los individuos neoliberales se ven atados y con lo que debe alinearse su existencia como capital humano si desean prosperar».
Por supuesto, esto no significa que la figura del empresario de sí haya dejado de ser una herramienta de análisis útil. Por el contrario, lo único que se pretende señalar es que para pensar algunas de las formas contemporáneas de subjetividad asociadas a la precariedad y la inseguridad existencial, necesitamos también atender a otras matrices subjetivas y a estrategias de poder diferentes de las que Foucault describió en Nacimiento de la biopolítica.
Profundizando en los límites de tal planteamiento, Maurizio Lazzarato (2013a, p. 121) ha señalado que la nueva economía de la deuda surgida tras 2008 implica no tanto un gobierno indirecto sino una «disciplina de vida», una forma de encauzamiento de los individuos a través de un «trabajo sobre sí». De este modo, el desarrollo de nuevas formas hegemónicas de subjetividad va acompañado del regreso de ciertas técnicas disciplinarias y de una lógica del poder que actúa cada vez más directamente sobre el comportamiento de los individuos estableciendo mecanismos que simultáneamente subjetivan y sujetan. Así, según el italiano, desde 2008 las técnicas de promoción de la diversidad continúan funcionando «pero en vez de producir la libertad de los sujetos la restringen, y en vez de aumentar la capacidad de decisión la neutralizan, para tolerar únicamente los intereses del capital» (LAZZARATO, 2015, p. 209). La conclusión de este autor es que, una vez que el neoliberalismo no puede continuar sosteniendo la promesa del capital humano, únicamente puede acoplarse a formas de control crecientemente autoritarias:
Todos los callejones sin salida de la realización de la axiomática neoliberal adquieren un perfil definido en la crisis: la fuerza de integración que le garantizaba el Estado social acoplado al Estado de derecho ya no existe. La realización de la axiomática de la deuda genera una personificación de la relación capitalista en la figura negativa y regresiva del hombre endeudado, a quien un Estado gradualmente liberado de su peso social y su democracia ya no tiene gran cosa que ofrecer, como no sean la austeridad, los sacrificios, la recesión y los recortes presupuestarios. La axiomática del capital contemporáneo necesita así un modelo de realización autoritaria (LAZZARATO, 2015, p. 163).
En un sentido coincidente, William Davies ha señalado la reapariciónen el mundo del trabajo de determinadas lógicas y dispositivos de control que podríamos definir como disciplinarios, ante la creciente incapacidad que muestran los mecanismos de gestión indirecta para generar la adhesión necesaria para su propia reproducción:
Cuando, por ejemplo, no puede lograrse el compromiso de los empleados por medios culturales o psicológicos, cada vez más las empresas buscan soluciones como la tecnología portátil, que tratan al trabajador como una pieza de capital fijo que debe ser vigilada físicamente y no como capital humano al que hay que emplear (DAVIES, 2016, p. 142).
Estas consideraciones llevan a Lazzarato a cuestionar la utilidad de la noción misma de gubernamentalidad tal y como Foucault la desarrolla entre 1978 y 1979, toda vez que el poder neoliberal habría recuperado, después de 2008, no solo elementos propios de la lógica disciplinaria, sino también de la soberana. Lejos, así, de las promesas de un ejercicio «liberal» y tolerante del poder, la imbricación de Estado y capital que reactualiza el neoliberalismo —uno de los puntos ciegos, a nuestro juicio, de la analítica foucaultiana—8 parece demandar dispositivos que no solo controlan flujos a través de series de reglamentaciones flexibles y adaptativas, sino que también «imponen, prohíben, regulan, dirigen, mandan, ordenan y normalizan» (LAZZARATO, 2015, p. 13). De este modo, en el momento en que se hace necesario retomar formas control supuestamente obsoletas para asegurar el mantenimiento de la valorización capitalista, «el liberalismo deja de lado cualquier producción de “libertad” y no duda en producir una gubernamentalidad autoritaria postdemocrática» (LAZZARATO, 2013b, p. 61).
Partiendo de estas consideraciones, podemos entender la respuesta a la crisis de 2008 como una reconfiguración —forzada por las necesidades del capital— de las tres tecnologías de poder que Foucault había analizado en Seguridad, territorio, población:
Las técnicas de gubernamentalidad soberanas, disciplinarias y securitarias funcionan y se ejercen siempre juntas, pero la intensificación de la crisis y sus axiomas ponen en primer plano las dos primeras, sin que esto borre la tercera. La soberanía del Estado es movilizada para ejercerla únicamente sobre la población, porque la soberanía sobre la economía fue neutralizada en parte por el ordoliberalismo, en primer término, y a continuación, y de manera más radical, por el neoliberalismo. Las tecnologías disciplinarias, nunca desaparecidas, asumen una nueva centralidad, sobre todo la gestión de los «desempleados», los «pobres» y el mercado del empleo, y en la gobernanza de los servicios sociales (LAZZARATO, 2015, p. 211).
Conclusión: Foucault y el fin de la utopía neoliberal. Apuntes para pensar un programa de futuro
Esta corrección al análisis foucaultiano desde los trabajos actuales de Lazzarato, Brown, Davies y Fraser nos permite pensar la encrucijada en la que nos hallamos como una nueva crisis de gubernamentalidad provocada por el colapso del neoliberalismo progresista y que el cierre autoritario de la última década parece no haber podido suturar.
Ante tal crisis nos encontramos, de nuevo, con un problema que Foucault detectó y que no parece haber sido resuelto por las fuerzas progresistas en estas décadas: la ausencia de una «gubernamentalidad socialista» que articule redistribución y reconocimiento, es decir, la ausencia de un proyecto político emancipador capaz de construir a su alrededor un bloque hegemónico sin renunciar tanto a las aspiraciones de justicia e igualdad como a las de libertad y autonomía.
En este sentido, la lección que aún ofrecen los años setenta no se encontrará en el relato de una historia hecha de renuncias y traiciones, sino en la evidencia de la enorme capacidad hegemónica del neoliberalismo. Como hemos tratado de defender a lo largo de este trabajo, este no apareció únicamente como un proyecto de dominación y explotación, sino como una «contrarrevolución» (VIRNO, 2003) que supo retomar y reconducir determinadas demandas empuñadas por ciertos sectores de la propia clase trabajadora. Ahora que este entramado de prácticas y discursos se enfrenta a unos límites materiales aparentemente infranqueables, es necesario comprender cómo surgió y funcionó para intentar entrever cómo se puede actuar políticamente en el mundo que nos deja su crisis.
En tal contexto, nos encontramos a menudo con posiciones consideradas progresistas cuya respuesta ante el colapso neoliberal es el repliegue: un retorno añorante a las promesas del Estado providencia de la posguerra, una reivindicación de aquel ambiguo «espíritu del 45», del viejo mundo fordista y de las formas políticas, sociales y subjetivas que lo acompañaron. Esta posición, sin embargo, desatiende el hecho de que, por un lado, las condiciones que hicieron posible ese pacto social de los treinta gloriosos fueron extraordinarias y distan mucho de las actuales y, sobre todo, que fueron determinadas facciones del propio movimiento obrero las que pugnaron en los años sesenta y setenta por imaginar una vida no atada a la cadena de producción ni a las formas de control asociadas al Estado providencia. Que el neoliberalismo instituyera su hegemonía sobre esa crítica supone un reto intelectual y político, pero no invalida su gesto, como ciertas posiciones izquierdistas, ya desde los años setenta, plantean (DEBRAY, 1978).
En este sentido, la potencia política del análisis de Nancy Fraser estriba justamente en el cuestionamiento de los límites de las reivindicaciones de «reconocimiento» y la decisiva urgencia de imbricarlas con políticas de «redistribución». Según la autora norteamericana, no se trata, en ningún caso, de renunciar a las demandas feministas o antirracistas, sino de reconstruir un programa interseccional que las vincule con la denuncia de la desigualdad y la explotación, es decir, con la lucha de clases, rompiendo la dicotomía en la que se apoyó el neoliberalismo para construir su dominio.
En vez de aceptar los términos en que las clases políticas nos presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y creciente fondo de revulsión social contra el presente orden. En vez de ponernos del lado de la financiarización-cum-emancipación contra la protección social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de emancipación y protección social contra la finaciarización. En ese proyecto […] emancipación no significa diversificar la jerarquía empresarial, sino abolirla. Y prosperidad no significa incrementar el valor de las acciones o el beneficios empresarial, sino la base de partida de una buena vida para todos. Esa combinación sigue siendo la única respuesta de principios y ganadora en la presente coyuntura (FRASER, 2017).
Entendemos que en este contexto resulta útil recuperar el gesto crítico foucaultiano para tratar de comprender que lo que se resquebraja bajo nuestros pies no es únicamente un modelo de acumulación, sino todo un entramado institucional, político, económico y subjetivo cuya superación requiere la capacidad de imaginar y experimentar nuevas formas de vida. Las categorías que sustentan tal gesto, sin embargo, deben ser repensadas para actualizar un análisis que no solo resulta problemático porque fue presentado hace cuarenta años, sino porque la realidad de la que trata de dar cuenta es especialmente maleable.
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Notas
[1]Entre las medidas concretas que justifican tal calificativo podemos reseñar: las cuatro semanas de vacaciones pagadas, la mensualización de los salarios, el acuerdo sobre las indemnizaciones por baja maternal, la mejora en las condiciones de la prejubilación, la ley de participación de los inmigrantes en las elecciones profesionales, la prohibición del trabajo clandestino o el acuerdo de indemnización total por desempleo durante un año (BOLTANSKI y CHIAPELLO, 2002, p. 265).
[2]Aunque a menudo —y en los últimos años con más ahínco— se ha querido situar a Foucault en la primera de esas posiciones, señalando una supuesta fascinación por el liberalismo económico (Zamora, 2015), en mi opinión es más justo situarlo en la órbita de la crítica contracultural. No se trata, en ningún caso, de rescatar a Foucault de tales críticas, sino de intentar comprender sus motivaciones y, sobre todo, la utilidad presente de su análisis. En este sentido, el problema que presentan algunas de estas interpretaciones consiste en la ausencia de contextualización o más bien en una lectura parcial del contexto, que incide únicamente en la feroz crítica que Foucault dirige contra el socialismo pero obvia toda otra gama de circunstancias que permite matizar tal posición. Así, en diversos textos de la época se puede apreciar que la principal preocupación de Foucault respecto a la cuestión de la seguridad social y el Estado providencia consiste en las consecuencias normalizadoras y disciplinarias de unos mecanismos que en su opinión excluyen y marginan a los individuos que no respondan a las normas establecidas (Foucault, 1985, p. 213). De este modo, atendiendo a la relevancia que presenta el problema de la normalización a lo largo de toda su obra, entendemos que si algo seduce a Foucault del neoliberalismo es, justamente, aquello que captura de los movimientos contraculturales: su promesa de un ejercicio del poder menos insidioso y que renuncia a la uniformidad de los modos de vida.
[3]Aunque Nancy Fraser habitualmente señala esta hibridación alrededor del feminismo de la segunda ola, la lógica de tal proceso se puede trasponer sin contradicción al resto de movimientos políticos, sociales y contraculturales de la época —a la izquierda de los partidos comunistas—, que de algún modo constituyen un frente común en la crítica al Estado providencia.
[4] En el análisis de este primer momento en el desarrollo del neoliberalismo llama especialmente la atención la ausencia de referencias al Chile de Pinochet, que sería un ejemplo muy claro de esa dimensión «combativa» y de la introducción de la lógica schmittiana amigo-enemigo que el propio Davies (2016, p. 134) —siguiendo a Mirowski— considera como uno de sus rasgos característicos
[5]Esta dinámica de privatización de los riesgos está directamente vinculada al aumento del endeudamiento privado y solo se entiende si atendemos a la extensión de ese discurso según el cual, como señala Michael Feher (2014, p. 26), «durante treinta años se explicó que los servicios sociales eran una forma de asistencia, mientras que suscribir un crédito con un banco era un signo de autonomía, de responsabilidad, de verdadera libertad».
[6]Incidiendo en esa «cara oscura», Pierre Bourdieu definirá el proyecto neoliberal como «la utopía de una explotación ilimitada» y señalará que «el fundamento último de todo ese orden económico situado bajo la invocación de la libertad de los individuos es, en efecto, la violencia estructural del paro, la precariedad y el miedo que inspira la amenaza del despido: la condición del funcionamiento «armonioso» del modelo microeconómico individualista y el principio de la “motivación” individual para el trabajo residen, en último término, en un fenómeno de masas, la existencia de un ejército de reserva de parados. Ejército que, por otra parte, no lo es, ya que el paro aísla, atomiza, individualiza, desmoviliza e insolidariza (BOURDIEU, 1999, p. 141).
[7]Esta transformación implica, el tránsito de un poder que articula las fuerzas sociales verticalmente inscribiéndolas en un espacio cuadriculado y un tiempo lineal a un poder que lo hace horizontalmente sobre un espacio y un tiempo abiertos. Sumariamente, podemos señalar que se pasa, así, (1) de una sociedad marcada por la certeza —seguridad biográfica vinculada al trabajo y también a unas formas de vida relativamente estables— a una sociedad definida por el riesgo y la mutación permanente, (2) de un control del detalle —como el que Foucault (2012b) había analizado en Vigilar y castigar— a un gobierno de los flujos, de los márgenes de tolerancia, de las prácticas disruptivas, y, por último, (3) de un poder coactivo que pivota sobre instituciones cerradas —como el manicomio, la cárcel, la fábrica— a un poder productivo que se extiende por el espesor de lo social. Además, esta transformación está directamente relacionada con la emergencia, en la segunda mitad del siglo XX, de un capitalismo que, tal y como lo define Gilles Deleuze (2006, pp. 283-284), ya no es de «concentración» sino de «superproducción», en el que el mercado ha ocupado el lugar central en los procesos económicos y el marketing se ha convertido en un «instrumento de control social» de primer orden.
[8]Maurizio Lazzarato incidirá en esta cuestión señalando que Foucault se equivoca al definir el neoliberalismo como un gobierno frugal movido por la preocupación de «no gobernar demasiado». El capitalismo, argumenta el autor italiano siguiendo a Deleuze, es siempre capitalismo de Estado y el liberalismo únicamente una ilusión. De este modo, concluye que los liberales, en lugar de representar la libertad de la sociedad y del mercado contra el Estado, realizaron una contribución fundamental a la construcción de una nueva forma de soberanía, la de «un Estado que se ajusta perfectamente al capital» (2013b, p. 52).