La lucha por la vida:
biopoder y biopolítica
Una reflexión sobre experiencias
comunitarias en México
The fight for the life
Thoughts about communitarian
experiences in Mexico
Pilar Calveiro*
*Doctora en Ciencias
Políticas por la Universidad
Nacional Autónoma de
México (UNAM). Ha sido
profesora investigadora
de la Universidad de
las Américas. Contato:
pilarcal2008@gmail.com
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Resumen
Este artículo desarrolla las características
del biopoder en la gubernamentalidad neoliberal y en particular en México-. como forma de
control y, sobre todo, de selección de la vida.
En contraparte, propone que las experiencias de algunas comunidades autónomas de
los pueblos indígenas de México, resisten de
manera eficiente a esas prácticas construyendo alternativas de defensa de la vida. Analiza
para ello los casos del Municipio Autónoma de
Cherán K’eri y de la Coordinadora Regional
de Autoridades Comunitarias (CRAC) para
mostrar cómo sus formas de organización social y política protegen la vida humana, natural, social y cultural, configurando biopolíticas
de protección de la vida. Frente a los biopoderes, que intenta dominar y seleccionar la vida,
se crean biopolíticas capaces de protegerla.
Palabras clave:biopolítica, comunidades indígenas, autonomías.
Abstract
This article shows some features of the biopower in the neoliberal governmentality –in Mexico particularly- as a way of live´s control and selection. In
counterpart, the experiences of some autonomous indigenous communities,
in Mexico, resist succesfully to this practices, building interesting alternatives
for the life’s deffense. The cases of Municipio Autónomo de Cherán K’eri and
Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) show different
ways of social and political organization wich protect human, natural, social and
cultural life, creating biopolitics addressed to live’ s protection. In one side, biopowers try to dominate and selec life, in the other, communities create biopolitics
to protect it.
Keywords:biopolitics, indigenous communities, autonomies.
Introducción
Para ubicarnos en el momento político actual es preciso comprender, por los menos a grandes rasgos, en qué consiste la reorganización capitalista del mundo, cuáles son sus características generales y –no menos importante- qué rasgos específicos adquiere en las diferentes realidades nacionales. Un problema frecuente, no solo de este momento, es tratar de explicar fenómenos nuevos con categorías viejas, construidas a partir de realidades muy diferentes. Es natural que así ocurra dado que el conocimiento nunca parte de cero sino que construimos a partir de lo que ya conocemos. Sin embargo, es importante entonces interrogar qué miradas pueden ser útiles para explorar lo nuevo.
En este texto voy a partir de tres categorías propuestas por Michel Foucault en los años 70 y primeros 80 del siglo pasado, es decir que tienen alrededor de 50 años. Por lo tanto no son nuevas; tampoco refieren a los fenómenos específicos del capitalismo globalizado de nuestro tiempo y, sin embargo, creo que tienen suficiente potencia explicativa para abordar algunos de sus aspectos principales. Me refiero a las nociones de gubernamentalidad,1 al par biopoder/biopolítica2 y, por último, a la idea de resistencia3 que, aunque enunciada en último término tiene prioridad sobre las otras.
En efecto, como lo propuso Michel Foucault en Seguridad, territorio y población, se tratará de “tomar como punto de partida las formas de resistencia a los distintos tipos de poder” (porque) “la política es, ni más ni menos, lo que nace con la resistencia a la gubernamentalidad” (FOUCAULT, 2006, p. 450-451). Y sin embargo, aunque este ha sido el punto de partida del presente trabajo, se invertirá el orden de exposición: abordaré primero algunos rasgos de la actual gubernamentalidad y las prácticas biopolíticas a las que recurre, para pasar en un segundo momento al análisis de las resistencias. Ello obedece a que, en una primera lectura, si no se toman en cuenta los rasgos de la actual configuración del poder global, las prácticas resistentes pueden parecer menores o incluso irrelevantes. Sin embargo, es a la luz de esos atributos yen la relación con ellos, que destacan la potencia y creatividad de las resistencias locales y autonómicas a las que voy a hacer referencia.
La gubernamentalidad neoliberal
El concepto de gubernamentalidad, en Michel Foucault, se remonta a las prácticas de gobierno que se desarrollaron a partir del siglo XVII y sobre todo en el XVIII pero que, como trataré de desarrollar, subsisten en la actualidad. Se entiende por gubernamentalidad a una forma ”muy compleja de poder que tiene por blanco principal la población, por forma mayor de saber la economía política y por instrumento técnico esencial los dispositivos de seguridad” (FOUCAULT, 2006, p136); todos estos siguen siendo rasgos distintivos de la sociedad neoliberal.
Por otra parte, el concepto de gubernamentalidad sobrepasa la noción de Estado, ya que comprende una serie de instituciones, procedimientos y tácticas orientados al control de las poblaciones y sus conductas, que si bien se articulan con el aparato estatal, lo exceden y lo complejizan como ocurre, por ejemplo, en la relación entre Estado, medios de comunicación, grandes corporativos y otras instituciones. De esta manera, Michel Foucault cuestiona la importancia y centralidad que se asignaba –y se sigue asignando- al aparato estatal para la comprensión de lo social y lo político, que resulta particularmente dudosa en la actualidad, donde nos encontramos con Estados penetrados por grandes poderes corporativos, tanto en los países llamados centrales como en los considerados periféricos.
En este sentido, como forma específica de organización de un poder que se sostiene en los principios de la economía política y los dispositivos de seguridad para garantizar el control poblacional y las conductas, desde el Estado pero más allá de él, podemos hablar de una gubernamentalidad que, en este caso, caracterizaremos como neoliberal.
Esta se inscribe en el marco de un proceso de globalización que segmenta, clasifica y jerarquiza mediante ”la gestión diferencial de las desigualdades” (LAZZARATO, 2010, p. 14), no solo dentro de las sociedades sino también entre las diferentes regiones del planeta, a las que se les asignan funciones diversas, aun dentro de un marco general de desorden y rebatinga.
Sin embargo, junto con las diferencias regionales, se puede reconocer una suerte de matriz común, en torno a la economía como principio de “verdad” que, desde la perspectiva de la eficiencia en la acumulación, orienta los procedimientos de toma de decisiones en los más diferentes órdenes. También se trazan, de manera generalizada, políticas poblacionales que alimentan el miedo para sustentarlas prácticas de seguridad y el control del conjunto. En este sentido, además de las políticas económicas y sociales de exclusión que generan desprotección, aislamiento y temor en los sujetos, existen otras que lo alimentan explícitamente. Las mismas se focalizan en el supuesto combate a “enemigos peligrosos”, extraños y con frecuencia extranjeros, en especial el “terrorismo” y el “crimen organizado”, según se trate de países “centrales” o “periféricos”. En los primeros, el peligro se orienta principalmente hacia el terrorista irracional, que viene de fuera, nunca hacia las políticas que lo propician; en la periferia al “crimen organizado” o al “narco”, que se presentan como reflejo y confirmación de la degradación social de las periferias regionales y sociales, nunca como producto de la demanda de los grandes mercados consumidores y acaparadores de recursos. Esto alienta la “hipertrofia de los aparatos de seguridad” que, en realidad, no hace más que aumentar los riesgos (ESPÓSITO, 2009a, p. 27), ya que son los propios agentes estatales quienes suelen violentar los derechos de las personas, desde la intromisión en sus vidas privadas hasta la comisión directa de prácticas ilegales e incluso delictivas. Baste mencionar los casos de separación de sus familias de miles de menores migrantes, encerrados en jaulas en Estados Unidos (AI, 2018)o el involucramiento de policías y militares en prácticas ilegales en México4 y otros países de la región, con el argumento del combate al crimen organizado.
La articulación entre el control poblacional, las políticas de seguridad y, sobre todo, la lógica de acumulación y eficiencia económico-corporativa propicia, de diferentes maneras, la fuerte penetración de lo privado en lo público y de lo ilegal en lo legal.
Ocurren también verdaderos procesos de desposesión social, que van desde la privatización generalizada de bienes públicos hasta el desplazamiento forzado de enormes masas de población, con la consecuente apropiación de sus territorios y recursos por parte de distintos grupos, “legales” e ilegales, interesados en ellos.5
Por su parte, la multiplicación de ilegalidades dentro del propio aparato estatal se presenta mediáticamente como corrupción moral, particular e individualizada. Sin embargo, se la puede considerar un fenómeno consustancial a esta gubernamentalidad, tanto por sus utilidades económicas como políticas y sociales. Esto es así justamente porque ambos procesos –de privatización y de ilegalización- permiten extender la racionalidad de mercado a todos los ámbitos de la vida y hasta sus últimas consecuencias, para optimizar la acumulación y concentración económica, que incluye a la naturaleza y a los grupos humanos como recursos igualmente apropiables y gobernables.
Otro de los rasgos que ha acompañado a esta gubernamentalidad es el despliegue de mecanismos de mantenimiento, control y reproducción de la vida en todas sus dimensiones, es decir, prácticas biopolíticas, acordes con esta forma de organización de las redes de poder.
La biopolítica, tal como fue definida por Michel Foucault, se orienta al control y la gestión de los procesos de vida de una población entendida como conjunto; en este sentido, se complementa y rebasa las tecnologías disciplinaras orientadas a la vigilancia del cuerpo individual. Se orienta al control de la vida del ser humano en tanto especie y “en tanto espíritu” (LAZZARATO, 2010, p. 91), sin tomar necesariamente la forma de prohibiciones; para ella, las prácticas de “‘estimular’ e ‘incitar’ serán más importantes que reglamentar, prescribir y dominar” (LEMKE, 2017, p. 64).
Giorgio Agamben, por su parte, vincula la biopolítica con la antigua distinción entre zoé y bios, o entre vida desnuda y vida política que, según él, estaría en la base de la organización política de Occidente; es decir, enfatiza en la separación entre las vidas protegidas por el derecho y aquellas otras que pueden ser exterminadas sin que nadie responda por ellas. Esta distinción sería clave para la racionalidad política de un Estado que se propone la conservación y administración de la vida. Así pues, la biopolítica abarcaría no solo a aquellos cuyas vidas se protegen sino también a quienes están “expuestos a procesos sociales de exclusión, incluso si es posible que sean formalmente ciudadanos… los ‘superfluos’ y los ‘excedentes’” (LEMKE, 2017, p. 80), de cuyas vidas se puede disponer. Como lo señala Cooper, en el neoliberalismo, “los procesos biológicos de la vida se entrelazan cada vez más fuertemente con las estrategias capitalistas de acumulación” (LEMKE, 2017, p. 143), donde todas o casi todas las vidas pueden ser rentables de una u otra forma.
Michel Foucault sostenía que la biopolítica invierte la antigua fórmula soberana de “hacer morir y dejar vivir” por otra que solo aparentemente se presenta como su reverso. “hacer vivir y dejar morir”. Si bien la biopolítica que acompaña a la gubernamentalidad neoliberal implica esta “defensa de la vida” de las poblaciones, no por ello resigna o pierde su potencial de muerte. Se abaten riesgos sanitarios e incluso naturales, se incrementan las expectativas de vida… pero solo para algunos. En verdad, la biopolítica siempre se aboca a la defensa de unas vidas a costa de otras. Por eso, hablar de biopolítica es siempre referirnos a la relación inseparable entre vida y muerte, entre unas vidas y otras muertes; no es necesario referirnos a tanatopolítica o necropolítica para ello.
Ciertamente, “el poder de exponer a una población a una muerte general es el envés de poder garantizar a otra su existencia” (FOUCAULT, 1979, p. 166). En este sentido, en el propio concepto de biopolítica está implícita la muerte de unos en pos de la vida de otros. El hecho de que, en Francia, un trabajador sin estudios viva en promedio nueve años menos que un ingeniero o un maestro de la misma edad, o que en Uganda la esperanza de vida sea la mitad que en Japón (LEMKE, 2017, p. 110) muestra cómo, de diferentes maneras, se preserva la vida de unos al tiempo que se “abandona” la de otros. Un caso aún más estremecedor, en este sentido, es el uso de “voluntarios” en estudios biomédicos recientes. Sunder Rajan –citado por Fassin- reporta que estas personas se utilizan para estudios clínicos experimentales, gracias a los cuales “el mejoramiento o la prolongación de la vida de unos está conectado a la explotación sistemática de los cuerpos y los daños de la salud de otros” (FASSIN citado Lemke, 2017, p. 142).
Sin embargo, vale la pena distinguir entre las tecnologías políticas que se orientan al exterminio directo de un grupo –como en el nazismo o como en las políticas del Estado de Israel contra la población palestina, que refiere Mbembe en su Necropolítica- y aquellas otras, más específicas de la biopolítica, que se “limitan” a “dejar morir”. Las primeras son más cercanas a la idea de tanatopolítica. No obstante, en todos los casos, lo que dictan estas políticas es la vida, una selectividad de la vida, pero siempre de ciertas vidas a costa de otras.
Se trata, en definitiva, de una selección biológica y política de qué vidas vale la pena defender y cuáles se pueden eliminar directa o indirectamente. Por eso la biopolítica empata tan claramente con el racismo, que eternamente ha pretendido distinguir entre lo que debe morir y lo que merece vivir. “El racismo posibilita una relación dinámica entre la vida de unos y la muerte de otros. No solo permite una jerarquización de lo ‘digno de ser vivido’ sino que coloca la salud de unos en relación directa con la desaparición de otros” (LEMKE, 2017, p. 58) y facilita la posibilidad ejercer, en las sociedades actuales, el viejo poder soberano del derecho de muerte, como parte de la biopolítica (FOUCAULT, 2000, p. 233). Sin embargo, en estas prácticas de exterminio supuestamente selectivas, todas las vidas están finalmente en peligro. Como bien lo señala Espósito: “La potenciación suprema de la vida de una raza que se pretende pura se paga con la producción a gran escala de la muerte –primero de los otros y, a la postre, en el momento de la derrota, también con la propia-” (ESPÓSITO, 2009b, p. 131).
Pero más allá de estas formas de exterminio tanatopolíticas, la mo-dalidad específica de la biopolítica, dejar morir, no es menos cruel aunque sí menos costosa para el Estado e implica otro tipo de prácticas. Quizás la forma más frecuente de “dejar morir” es abandonar, en el sentido literal de la palabra y en el sentido de “dejar a bando”, es decir, “marginar, dejar, expulsar, apartar, excluir” (AGAMBEN, 2003, p. 249), antes que matar.
No obstante, vale la pena apuntar que la gubernamentalidad neoliberal, siendo una forma de gestión de la sociedad muy diferente del totalitarismo –que ejerce un “derecho de muerte” mucho más explícito-, aun así comparte con él algunos rasgos fundamentales. A partir de la caracterización hecha por Hannah Arendt (1987) se pueden encontrar muchas coincidencias inquietantes -que no voy a desarrollar aquí-, algunas de las cuales vale la pena subrayar: 1) la vocación por instaurar un orden planetario; 2) la intencionada despolitización de la sociedad; 3) el enorme peso del aparato policial y en especial de los servicios de inteligencia y vigilancia de la población;4) la superposición entre hecho y derecho; 5) el uso del miedo, del terror y de los medios de comunicación masivos como instrumentos de control poblacional; 6) la construcción de individualidades aisladas con un fuerte sentimiento de impotencia. Estos son algunos de los rasgos que Arendt desarrolla en Los orígenes del totalitarismo y que podemos encontrar en las sociedades neoliberales. También es interesante el reciclamiento en el mundo actual de instituciones centrales del totalitarismo, como el campo de concentración. Al respecto, es bueno recordar la advertencia de Giorgio Agamben acerca de la “íntima solidaridad entre democracia y totalitarismo” (AGAMBEN, 2003, p. 20), al tiempo que señalaba que “el campo de concentración, como puro, absoluto e insuperado espacio biopolítico… aparece como el paradigma oculto del espacio político de la modernidad, del que tendremos que aprender a reconocer las metamorfosis y los disfraces” (AGAMBEN, 2003, p. 156); es decir, nos conminaba a identificar y denunciar las formas actuales de lo concentracionario. Al respecto, se podría pensar en la prisión de Guantánamo –por el que pasaron casi 800 personas- o en los sitios de encierro clandestino para acusados de “terrorismo”, gestionados por la CIA y denunciados a partir de 2003 por Amnistía Internacional (AI)6 o, más recientemente, en algunos campos de refugiados. Con esta comparación no se trata de homologar gubernamentalidades disímiles pero creo que es políticamente importante identificar la vigencia de algunos de los rasgos más venenosos de la experiencia totalitaria en las llamadas “democracias” actuales para tener en cuenta la gravedad de la situación. Estos no se presentan en pequeñas dosis, capaces de inmunizarnos del mal, sino que constituyen tendencias poderosas y crecientes que tienden a expandirse.
Al respecto, Roberto Espósito encontró en las sociedades totalitarias lo que llamó “síndrome inmunitario”, a la vez que afirma que en este siglo XXI “explota de manera incontenible un nuevo y, potencialmente devastador, síndrome inmunitario” (ESPÓSITO, 2009b, p. 154). Este se caracteriza porque “van surgiendo nuevas barreras, nuevos diques, nuevas líneas de separación respecto a algo que… parece amenazar nuestra identidad biológica, social, ambiental” (ESPÓSITO, 2009b, p. 112) y que no es más que el Otro, en sentido levinasiano, es decir, el pobre, el migrante, el indio. Frente a este Otro, construido y percibido como amenaza, el sistema inmunitario social se cierra sobre sí mismo y se defiende del entorno rompiendo “cualquier canal de relación con el exterior” (ESPÓSITO, 2009b, p. 86). Es decir que se forman sistemas nacionales, y dentro de ellos, sistemas políticos o económicos autorreferentes que se protegen de la “irritación” que les produce su medio, integrando dentro de sí todo lo exterior que requieren para su reproducción y “protegiéndose del medio”, en lugar de nutrirse de él. Sería el caso de los cierres de fronteras en los países de Occidente, para evitar la infección migrante, por ejemplo. O las políticas nacionales refractarias a otras formas de organización de lo político, lo social y lo jurídico que representan las alternativas autonómicas, por considerarlas “atrasadas” o peligrosas. Por lo mismo, los Estados tratan de “vacunarse” de ellas incorporando un indigenismo domesticado, inocuo, folklórico, en dosis adecuadas, que defiendan al sistema y le permitan impedir la entrada o eliminar al verdaderamente Otro, tan temido.
Estas prácticas inmunitarias -que en ciertas dosis operan en cualquier sistema-, cuando se agudizan, como ocurre en las sociedades actuales, terminan por encerrar, afectar, desvitalizar aquello que pretenden defender y pueden acabar por destruirlo. “La inmunización, a altas dosis, es el sacrificio del viviente, esto es, de toda forma de vida cualificada, en aras de la simple supervivencia (ESPÓSITO, 2009b, p. 115). Es decir que estas políticas de cierre del sistema sobre sí mismo lo empobrecen, y justamente esto es lo que ha estado ocurriendo con la gubernamentalidad neoliberal, cada vez más desprovista de una vida política significativa.
La dinámica inmunitaria general se verifica también en la construcción de saberes y subjetividades, igualmente clausurados sobre sí mismos. Se corresponde con el desarrollo de individuos (supuestamente) completos, cerrados sobre sí mismos; sujetos expuestos a la presión que el medio los obliga a generar sobre sí. El “imperativo neoliberal de rendimiento, atractivo y buena condición física” (HAN, 2017, p. 18) reduce la persona al cuerpo y el cuerpo a un objeto funcional, aislado y “protegido” de otros cuerpos –siempre percibidos como amenazantes, sospechosos de violentarlo y querer transgredirlo-.
El medio impone estándares y los sujetos, muchas veces empresarios de sí mismos, se autoimponen “hipervisibilidad”, “hiperproducción” e “hiperconsumo” (HAN, 2017, p. 18), todos elementos necesarios para garantizar el control y la reproducción en el neoliberalismo. En este sentido, Byung-ChulHan habla de procesos de autorrealización, autoptimización y autoexplotación (HAN, 2017, p. 65), impulsados desde el medio, en procesos no disciplinarios sino basados en la simpatía, la confianza o la emocionalidad, que ofrecen “el espejismo de la libertad” (HAN, 2017, p. 64) y la ilusión de una “distinción”, bastante uniformizada en realidad.
Se crean así sujetos “tolerantes” y permisivos, aunque con respecto a la reducida diversidad y diferencia que son capaces de asimilar. En realidad, la diversidad admitida “solo permite diferencias que estén en conformidad con el sistema… (es decir que se trata de) una pluralidad solo aparente y superficial” (HAN, 2017, p. 49).
Igual como ocurre en la sociedad, esta expulsión de lo verdaderamente distinto “acarrea un proceso de autodestrucción” (HAN, 2017, p. 43) del sujeto. Por lo mismo,“si se adhiere a un régimen autoinmunitario –dirigido obsesivamente a la identidad consigo mismo- … (el mundo y la vida humana) no tienen grandes posibilidades de supervivencia” (ESPÓSITO, 2009b, p.118). Según Espósito, esto es así porque “a diferencia del pasado, ya no es posible que una parte del mundo – Norteamérica o Europa- se salve mientras la otra se destruye. El mundo, el mundo entero, su vida, está sujeta a un mismo destino: o encuentra la manera de sobrevivir todo junto o perecerá conjuntamente” (ESPÓSITO, 2009b, p. 136).
Sin embargo, es posible que la apuesta biopolítica de la actual globalización neoliberal sea otra. La acumulación enloquecida que está en curso, -donde, según el informe de Oxfam de 2017, el 1% más rico de la población mundial posee más riquezas que el resto del planeta-ocurre en un mundo de recursos naturales limitados. Tierra, agua, alimentos y energía no alcanzan para todos… si se sostienen los principios capitalistas de producción y distribución, que el neoliberalismo no resuelve sino que profundiza. Es decir, la escasez que enfrentamos no es atribuible al sobrepoblamiento de la tierra sino a las formas de organización de la producción, la acumulación y la distribución en esta fase del capitalismo, que rompen el equilibrio del ecosistema planetario y concentran la riqueza en una porción mínima de la población.
El capitalismo, en general, y el neoliberalismo en particular implican formas específicas de relación con los seres humanos y con la naturaleza, es decir, con la vida. La biopolítica difumina la distinción original entre naturaleza y cultura, propia de Occidente; la tecnología interviene sobre ambas y las funcionaliza indistintamente al servicio del capital. No solo se utiliza “la riqueza biológico genética de la naturaleza (y la especie) para intereses comerciales, para explotarla y hacerla útil” (LEMKE, 2017, p. 91) sino que se “produce” naturaleza y vida, desdibujando lo “natural”. Ello conlleva también a una reconceptualización de la vida, que ahora “comprende de la misma manera actores humanos y no humanos” (LATOUR en Lemke, 2017, p. 121), vida humana, social y natural.
Es en este marco que se libra una fuerte lucha por la apropiación de la naturaleza y de la vida en grandes volúmenes, con prácticas extractivistas de explotación natural y cultural, para concentrar en unos pocos la riqueza… y la posibilidad de la vida misma.
Señala Roberto Espósito que “Occidente (está) empeñado en excluir al resto del planeta de la posibilidad de compartir sus excesivos bienes” (ESPÓSITO, 2009b, p. 117) pero en realidad, no se trata solo de “sus” excesivos bienes sino de la decisión de sustraer y controlar, en todas las regiones del mundo, los recursos estratégicos para la vida que no le pertenecen, desde los energéticos hasta los acuíferos, pasando por los alimentarios. No es solo una clausura sobre sus recursos sino la desposesión acelerada y radical del resto del planeta. Esta es probablemente la forma más extrema de la biopolítica, que equivale a apropiarse de la vida y la posibilidad misma de la supervivencia a costa de los otros. Occidente (considerando Europa, Estados Unidos y Canadá) comprende alrededor de un 15% de la población mundial (1,106 millones de personas en relación con 7,500 millones que constituyen el total). Con la inclusión de China y algunos otros países que están en condiciones de competencia, se llegaría, como mucho, a un tercio de la humanidad viviente. ¿Nos conducirán las formas actuales del biopolítica a que un tercio o, si acaso, la mitad de la población del planeta se adueñe así de la vida y de la posibilidad de sobrevivir, abandonando a su suerte al resto?
Tal vez a partir de una expectativa semejante se entienda la devastación consciente y sin freno de la naturaleza. Es posible que las formas actuales de la biopolítica se orienten a preservar un pequeño núcleo de la vida (humana, natural, cultural), manteniendo las condiciones actuales de dispendio a costa de una masa de seres abandonados a la más absoluta precariedad, como vidas que no importan.
Frente a esta situación desesperada, Espósito propone la recuperación de la comunidad, el munus común que nos vincula. Para él, la comunidad, “no es un sujeto o una sustancia común sino el modo de ser en común de singularidades irreductibles entre sí”, algo que se constituye “de vez en vez”. La comunidad que Espósito propone “queda abierta a la diferencia respecto de sí” (ESPÓSITO, 2009b, p.108), justamente porque no se clausura sobre sí misma. Por ello, “la figura del Otro coincide en último término con la comunidad” (ESPÓSITO, 2009b, p.44), que da preeminencia a los otros. Esta comunidad, a la vez “imposible y es necesaria” (ESPÓSITO, 2009b, p.44) se presenta como global, una “comunidad mundial” capaz de crear una democracia planetaria para “salvar al único mundo que tenemos en común” de la “deriva inmunitaria” (ESPÓSITO, 2009b, p. 92-93). La comunidad propuesta por Espósito, que nos incluiría a todos, sería “el único lugar común que nos es destinado, como el munus originario que nos hace comunidad” (ESPÓSITO, 2009b, p.57). También en este texto se propone la recuperación de lo comunitario como posible resistencia a la gubernamentalidad neoliberal y a sus prácticas biopolíticas e inmunitarias, pero se trata de comunidades existentes, indígenas, locales y que no pretenden universalidad alguna ni una democracia planetaria, como se verá más adelante.
Algunas particularidades del caso mexicano
En relación con este contexto, es posible pensar la realidad mexicana actual como un caso específico de la gubernamentalidad neoliberal, que se ha instalado en el mundo a partir de los setenta y en este país desde hace por lo menos 30 años.
A partir de diciembre de 2018 se ha propuesto –al menos como intención- un nuevo tipo de gubernamentalidad que no es posible caracterizar por el momento. Por lo mismo, en este texto me voy a referir a las características del Estado mexicano vigentes hasta esa fecha, es decir, hasta el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Tomando en cuenta esta aclaración, hay que señalar, en primer lugar, que la forma específica de organización del poder social y político en este país ya no se puede decodificar tomando la figura del Estado como centro. Si, como ya se dijo, el aparato estatal ha ido perdiendo en el mundo, y en los modelos de interpretación, la centralidad que tuvo durante buena parte del siglo XX, esto es particularmente cierto en el caso mexicano.
Desde fines del siglo XX, ya no se podía hablar del Estado fuerte, corporativo, centralista y autoritario que se gestó en el periodo posrevolucionario, y que permaneció como tal hasta bien entrados los años ochenta. A partir de entonces, con la franca entrada del neoliberalismo durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, se fue constituyendo un Estado fragmentario, articulado con fuertes redes de poder locales o regionales -preexistentes unas y reestructuradas o nuevas otras- que entrelazaron circuitos públicos y privados, tanto legales como ilegales. Esto se ha ido evidenciando en diferentes trabajos periodísticos, como los de Anabel Hernández,7 y en estudios académicos regionales de Guerrero, Michoacán y otras entidades federativas, para alcanzar una claridad incuestionable en el caso Ayotzinapa8.
El Estado mexicano presenta fragmentos penetrados y/o asociados con grandes corporativos supranacionales -desde las mineras canadienses hasta las redes criminales-, para conformar un dispositivo regido por la lógica del mercado y la optimización de los procesos de acumulación y concentración de la riqueza, propios del neoliberalismo.
Utilizó las violencias estructurales y mafiosas –que en México han ocasionado más de 230 mil muertes violentas (INEGI, 2018) y alrededor de 37 mil personas desaparecidas entre 2007 y 2018 (Secretaría de Gobernación, 2018)9 - así como el miedo que estas desencadenan, para asegurar el control poblacional y al mismo tiempo, justificar políticas de seguridad, extraordinariamente represivas y violentas, como la Ley de Seguridad Interior.10 Aunque debilitado, el aparato estatal multiplicó su potencial coercitivo y abiertamente represivo frente a la protesta social, encerrando como presos políticos a cientos de activistas comunitarios, ambientalistas y otros.11
Es decir, que se ha dado una forma de organización del poder que corresponde con lo que hemos caracterizado como gubernamentalidad, en este caso neoliberal, por sus modos específicos de articular: economía política –en particular el criterio de rendimiento- como principio de verdad y los sistemas de seguridad, usando como blanco a la población. O sea, una forma particular de utilizar los dispositivos económicos y securitarios para asegurar el control poblacional.
El Estado mexicano actual recurre más a las prácticas propiamente biopolíticas que a la tanatopolítica, es decir, prefiere proteger unas vidas para “dejar morir”, “abandonar” otras, como forma generalizada de control, sin perder por ello la posibilidad de “hacer morir” de manera directa. Este “dejar morir” es el principio que se aplica, por ejemplo, en relación con los grupos migrantes que atraviesan su territorio por cientos de miles y son abandonados a su suerte, es decir, a las temperaturas extremas, a la falta de agua y comida, pero también a violencias difusas, criminales, sociales e institucionales, como atraparlos ilegalmente y “venderlos” a las redes mafiosas.12 Así se los deja morir, cuando no se los mata directa o indirectamente.
También es el caso de la población indígena, sometida desde la Conquista a prácticas de exclusión y eliminación física y cultural. Los pueblos originarios fueron objeto de un genocidio sordo que no ha cesado hasta el presente, y que fue pasando del exterminio de pueblos enteros, al desconocimiento permanente de sus derechos, la imposición de una condición de minoridad tutelable y distintas formas de asimilación, que apostaron por la desaparición de su cultura, como realidad positiva y presente. La selección y clasificación social racializada desde la Colonia,13 la esterilización forzada,14 el exterminio por pobreza,15 trabajo, enfermedades16 y masacres,17 la colocación en los márgenes de la excepción y la nuda vida, como seres “naturales” por cuya vida el derecho no responde, han sido prácticas permanentes hacia ellos.
El indígena es el “matable” por excelencia en América Latina, “una vida a la que cualquiera puede dar muerte impunemente… (porque) su muerte no entraña en la práctica consecuencia jurídica alguna” (AGAMBEN, 2003, p. 244). Y así se ha verificado en México a lo largo de su historia, donde las muertes de defensores de tierras y derechos colectivos, de operadores de radios comunitarias18 o de simples comuneros permanecen invariablemente en la impunidad. Se trata pues de nuevas formas de un racismo antiguo y sostenido, que construye al Otro (racial, pero también social o sexual) como amenaza a la propia subsistencia, lo que constituye un patrón claramente biopolítico, y bastante cercano al totalitario.
Sin embargo, a diferencia de este, quien asesina ahora de manera directa suele no ser el Estado como tal. En gran parte de los casos, estas violencias son ejecutadas por terceros (grupos paramilitares, grupos criminales) de los que, desde luego, el Estado no es ajeno porque pertenecen a una red que los articula, sin ser lo mismo. Opera, en muchos casos, una suerte de “terciarización” de la violencia, que se traslada de la estructura propiamente estatal a otros sectores de la trama del poder neoliberal, como los grandes corporativos legales e ilegales. No se trata necesariamente de una delegación del derecho de muerte del Estado sino del abandono, más o menos voluntario, de su monopolio.
Esta biopolítica, este “dejar morir” o “abandonar” a su suerte a algunos, es la contracara de la protección de otros. Así ocurre con la apropiación por desposesión de los recursos vitales en todas las regiones país, cuyo blanco principal es también la población indígena que habita territorios ricos en recursos naturales: forestales,19 mineros,20 acuíferos21 y biodiversidad. Una de sus características es justamente la riqueza del suelo y el subsuelo junto al manejo integrado de los recursos acuíferos, forestales y de biodiversidad (UNAM-CNDH, 2018, p.164), para protegerlos. Por lo mismo, existe una “relación entre las zonas de riqueza natural e hídrica con las comunidades indígenas, que hoy día se encuentran en disputa por la voracidad de los actores privados que pretenden apropiarse de sus recursos naturales o desarrollar proyectos altamente redituables como la minería y el turismo” (BOEGE citado en UNAMCNDH, 2018, p. 173)
Por otra parte, sus territorios suelen ser lugares de difícil accesibilidad, lo que los hace codiciables no solo para las empresas sino también para las redes ilegales del narcotráfico, muchas veces protegidas por autoridades locales. En ocasiones, y no casualmente, la explotación criminal y la explotación corporativa se superponen, aunque no voy a referirme aquí a este fenómeno. Solo quiero señalar que, en ambos casos, hay una desposesión de distintas riquezas y del territorio mismo, que pasa de ser un espacio de habitación y vida a otro de devastación y muerte, ya sea por la violencia criminal directa o por la explotación intensiva de la naturaleza hasta su agotamiento. Se trata, por todos los medios y a cualquier costo, de lograr una extraordinaria acumulación de recursos que facilita la vida dispendiosa de unos a costa de la muerte directa o indirecta de otros.
En el caso de las redes criminales el ejercicio de su poder de muerte es directo y brutal. Allí donde se instalan, normalmente con la protección de fracciones del Estado, atentan contra todas las formas de vida. Asesinan, secuestran, violan, torturan, creando verdaderos “territorios de muerte”. Controlan a la población a través de estas violencias desatadas que provocan miedo e incluso terror, de manera que destruyen los vínculos sociales, arrasan con la naturaleza y se enseñorean como poder absoluto. Frente a ello, algunas comunidades sucumben pero otras resisten, enfrentando indistintamente violencias estatales y privadas, legales e ilegales. La lucha por el control de sus territorios es, en todo sentido, una lucha por la vida. En efecto, la subsistencia biológica, social y cultural de los pueblos originarios depende de su permanencia en el territorio, de manera que la expulsión del mismo equivale prácticamente a la forma más extrema de la biopolítica: el genocidio. Paso entonces a hablar de estas experiencias de resistencia por la vida.
Resistencias
Dice Michel Foucault que la vida “escapa sin cesar” a las técnicas que intentan dominarla o administrarla (FOUCAULT, 1979, p. 173), y su interés se focaliza precisamente “en determinar lo que en la vida resiste (al poder) y, al resistírsele, crea formas de subjetivación y formas de vida que escapan a los biopoderes” (LAZZARATO, 2000, p. 1). La vida, la defensa de la vida es justo el terreno de resistencia al biopoder, creando lo que podríamos llamar una biopolítica en defensa de la vida, que “no entra solo en oposición con el biopoder, sino que lo precede” (LAZZARATO, 2010, p. 93). En este sentido es que introducimos ahora esta distinción entre biopoder y biopolítica, que no aparece claramente explicitada en los autores, para enfatizar y distinguir las prácticas resistentes (biopolíticas) de las que intentan el control, la administración y la selección de la vida (biopoder).
En Dichos y escritos, Foucault afirma no solo la precedencia sino la preeminencia de las resistencias: “En primer lugar está la resistencia, y ella permanece superior a todas las fuerzas del proceso; ella obliga, bajo su efecto a cambiar todas las relaciones de poder… el término resistencia es la palabra más importante, la palabra-clave de esta dinámica” (Foucault citado en LAZZARATO, 2000, p. 4).
La resistencia no es solo la capacidad de defenderse del control y la clasificación de la vida que efectúan los biopoderes. Lucha contra las subjetivaciones del neoliberalismo, sus nociones de individualidad autocentrada y de aislamiento de los cuerpos. Además de oponerse al biopoder tiene la capacidad de producir alternativas políticas, económicas, culturales, es decir, de crear otras formas de vida y otras posibilidades. “La resistencia no es únicamente una negación; es un proceso de creación; crear y recrear, transformar la situación, participar activamente en el proceso, eso es resistir” (FOUCAULT citado en Lazzarato, 2010, p. 223).
En el mundo actual, las resistencias disputan espacios y lenguajes en las instituciones, al mismo tiempo que crean desde los márgenes, inventando otros mundos posibles, para institucionalidades, diversidades y multiplicidades políticas, sociales, culturales, que escapan incesantemente. Un aspecto interesante es que pueden “participar de varios sistemas a la vez, tener varias relaciones, experimentar diferentes funciones; por ejemplo, estar al mismo tiempo en el interior y en el exterior de la relación de capital” (LAZZARATO, 2010, p. 40), o del Estado, podríamos agregar. Y este es justamente uno de los rasgos distintivos de las expe-riencias autonómicas a las que voy a referirme.
En México existen 16 regiones y 300 puntos del territorio en los que se están llevando a cabo procesos que resisten a los proyectos depredadores del neoliberalismo. En muchos de estos lugares se crean redes de resistencia, a partir de la organización familiar y comunal, de una “micropolítica doméstica” (TOLEDO, 2014, p. 30), que va construyendo poder social y poder territorial. Estas luchas se orientan al cuidado de la naturaleza y de las diferentes formas de vida; frente a los territorios de muerte que generan las redes estatal-criminales, construyen territorios de vida. “La mayor parte (de estos proyectos están) en áreas rurales y en gran medida (sostenidos) por actores pertenecientes a pueblos originarios o indígenas, comunidades campesinas y sectores populares de las ciudades” (TOLEDO, 2014, p. 7).
Se trata de experiencias locales, de manera que los focos de resistencia, en México como en otras regiones, se multiplican pero sin uniformizarse; se sostienen cada uno en su singularidad y autonomía aunque pueden existir prácticas de cooperación y articulación entre ellos, como ocurre entre las comunidades indígenas autónomas.
En estas últimas se practican autonomías de facto con respecto a las instituciones del Estado. El caso zapatista es probablemente el más conocido pero no el único, ya que existen muchos otros, con distinto grado de desarrollo. Puede tratarse de experiencias relativamente pequeñas, con unos pocos miles de personas; medianas, como el Municipio Autónomo de CheránK’eri, en Michoacán, que concentra a 18 mil habitantes, u otras mucho mayores como la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC-PC), en Guerrero, que se extiende a varios municipios y beneficia a una población de alrededor de 300 mil personas.
Los grados de autonomía pueden variar desde una administración y gestión del presupuesto propias -como en los casos de Nurío y Quinceo en Michoacán-, hasta formas más amplias y plenas, que comprenden formas de organización social, política y jurídica independientes. Es a estas a las que me voy a referir en este texto.
Tanto los zapatistas de Chiapas (EZLN), como los p’urhépechas de Michoacán (Cherán) o los tlapanecos, mixtecos o nahuas de Guerrero (CRAC-PC) han logrado establecer formas de gobierno apegadas al sistema de “usos y costumbres”, diferentes de las estipuladas por las instituciones oficiales. También cuentan con sistemas de seguridad propios y autónomos de las policías y los cuerpos de seguridad del Estado. Además, en los casos de Chiapas y Guerrero a los que estoy haciendo referencia, han desarrollado sistemas jurídicos y de procesamiento alternativos, que aplican dentro de su territorio, tanto a población indígena como mestiza.
Estas autonomías se han instaurado como respuesta a grandes violencias estructurales22 (por las condiciones de marginación y racismo), violencias estatal-represivas (para la eliminación de las disidencias)23 y violencias criminales (especialmente del narcotráfico) que intentan controlar y disponer de sus territorios, amenazando la subsistencia de la vida biológica, natural, social, política y cultural, es decir, la vida en toda su dimensión. Por ello, las autonomías surgen como movimientos defensivos y armados, cuya primera acción es asumir el control de la seguridad territorial para, desde allí, avanzar en formas alternativas de organización.
Sería imposible desarrollar aquí las características específicas de cada una de ellas, pero sí se pueden señalar algunos rasgos en común, propios de la cosmovisión mesoamericana. En primer lugar, se trata de comunidades en donde la propiedad privada de los lotes urbanos se articula con formas de posesión colectiva del territorio y sus bienes, ajenas al régimen de propiedad como tal. Lo común comprende al ámbito natural del que se consideran parte, desde la idea de ser en la naturaleza y con la naturaleza, por completo ajena a la contraposición occidental entre naturaleza y cultura, rebasada por otra parte en las nuevas formas de entender la vida. Pero lo común también opera en los intercambios sociales que los obligan a la participación en las faenas comunitarias, en el acompañamiento mutuo y en las fiestas, que son frecuentes y extraordinariamente importantes, justamente porque representan un ámbito diferente al de la producción pero igualmente importante para la vida, en su sentido más amplio (VENTURA PATIÑO, 2010).
En estas comunidades, las formas de organización política para la toma de decisiones son principalmente asamblearias. Las asambleas tienen una serie de funciones deliberativas y operativas, como designar las personas que cubren las distintos cargos en organismos ejecutivos que siempre son colectivos de pares, por lo regular evitando los liderazgos individuales. Pero además de este tipo de función, las asambleas ofrecen al colectivo la posibilidad de coincidir en tiempo y espacio, cara a cara, para tomar decisiones y, sobre todo, escucharse unos a otros. La escucha es una práctica fundamental porque, como tan bien lo señalara Carlos Lenkersdorf, implica una forma de apertura hacia los otros (LENKERSDORK, 2011). Es una práctica propia de las relaciones comunitarias, que favorece la apreciación mutua, la reconciliación en situaciones de conflicto y que, por lo tanto, fortalece el vínculo social.
En estas experiencias –EZLN, CRAC-PC, Cherán y otras- la seguridad se garantiza con miembros de la comunidad, elegidos en las asambleas por un criterio de honorabilidad. Se trata de policías propias, armadas, con una estructura delimitada, esta sí con mandos, que portan uniformes sencillos y credenciales que los habilitan en sus funciones; es decir que constituyen una institucionalidad propia, o una parainstitucionalidad, independiente del Estado y de sus prácticas de corrupción.
Cuando conforman un sistema jurídico propio, como en el caso de los zapatistas y la CRAC-PC, juzgan los delitos que se cometen en su territorio y establecen las sanciones a través delsistema de “usos y costumbres”. Este es un código oral, que no dispone penalizaciones fijas sino procesos deliberativos para determinarlas sanciones según el caso y sus circunstancias. Por lo mismo, es un sistema muy flexible que ha ido incorporando a los sistemas jurídicos indígenas las nociones de derechos humanos y, en especial, los derechos de las mujeres, propios de la legislación occidental.
Las comunidades parten de la idea de que cuando alguien comete una falta, hay una responsabilidad colectiva, una falla de la propia comunidad en la formación de la persona. Por ello se habla más bien de “faltas” y “errores” que de delitos. Los juicios son deliberaciones colectivas y, como ya se dijo, se valora lo ocurrido no a partir de un “código” de faltas sino de las circunstancias específicas. Cuando se trata de delitos menores se busca la conciliación entre las partes y una reparación que ambas consideren adecuada. Eso lleva a largos procesos de negociación pero también a un restablecimiento del vínculo entre los involucrados y de estos con la sociedad. Si el delito es grave y no admite conciliación, como el asesinato o la violación, se pasa a un sistema de reeducación, consistente en trabajo comunitario, que busca la educación del transgresor y el restablecimiento del vínculo social, hasta que se considera que la persona ha comprendido las normas y su sentido (SIERRA, HERNÁNDEZ Y SIEDER, 2013).
La creación de estos mecanismos alternos de organización política, jurídica y de seguridad se acompaña, según el caso, con proyectos educativos, de salud y productivos, de distintas características.
Un rasgo interesante es que, en general, estas autonomías –con excepción del caso zapatista- no rompen con el Estado ni con las instituciones oficiales. Mantienen relaciones lo más amigables posible con ellas; reclaman los presupuestos públicos que les corresponden; negocian con gobernadores y autoridades de la región; buscan y en algunos casos consiguen el reconocimiento legal de su autonomía -como en Cherán y Guerrero- pero con reconocimiento o sin él, no ceden, de ninguna manera, el control de su territorio. Porque, como dice uno de los miembros de la comunidad de Jaltepec, en Oaxaca, “la defensa del territorio tiene mucha importancia, porque no es un pedazo de tierra sino un pedazo de vida” (DÍAZ GUTIÉRREZ en Gasparello y Quintana, 2018, p. 42).
Ahora bien, ¿qué conexión tiene esta noción de lo comunitario con la idea de comunidad desarrollada por Espósito? En consonancia con su análisis estamos frente a una experiencia de lo comunitario que sin “ser algo cumplido” (ESPÓSITO, 2009b, p.43), es algo que “nunca se ha perdido” (ESPÓSITO, 2009b, p.70), es decir, donde “el continuo es uno con el discontinuo” (ESPÓSITO, 2009b, p.75). Se trata de un sentido y unas prácticas comunitarias que han estado allí por siglos, en latencia y en acción, transformándose, ajenas a lo propio y la propiedad. Sin duda, en la base de su organización se encuentra el cuidado recíproco, a través de la donación, el munus común que protege y simultáneamente obliga “a salir de sí para volverse al otro y llegar casi a expropiarse en su favor” (ESPÓSITO, 2009b, p.97). Esta idea de comunidad no es compatible con una “antropología de carácter individual” (ESPÓSITO, 2009b, p.41), como la que rige en las sociedades actuales pero tampoco con la visión comunitaria de Espósito.
El EZLN, la CRAC o el Municipio Autónomo de Cherán K’eri son experiencias de carácter local y, contrariamente a lo planteado por Espósito como desviación localista, no representan un “rechazo inmunitario” a la globalización sino que son experiencias de resistencia a una forma específica de la globalización neoliberal, que las depreda y amenaza su posibilidad de subsistencia.
Estas autonomías tampoco representan el “retorno a una constelación de lugares definidos étnicamente, soldados entre sí por una relación exclusiva entre tierra, sangre y lengua…(para) retroceder a un mundo constituido por piezas autónomas en su interior y potencialmente hostiles a su exterior” (ESPÓSITO, 2009b, p.119), como teme Espósito. Por el contrario, las comunidades autónomas defienden un territorio que les pertenece por haber sido objeto de la desposesión colonial. En el mismo han ido construyendo sociedades multiétnicas y multilingüísticas, de convivencia entre indígenas de distintas etnias así como con mestizos. Su autonomía no es de clausura, especialmente en los casos de Cherán y la Comunitaria de Guerrero, y mucho menos de hostilidad hacia el exterior. Más bien, buscan reconocimiento de sus derechos, interlocución con otros sectores de la sociedad y de la vida política, incluyendo distintas instancias estatales. Su organización política no es partidaria, pero no se oponen a los procesos electorales; defienden un sistema jurídico propio pero lo actualizan constantemente, integrando por ejemplo la noción de derechos humanos, en un ejercicio de auténtica interlegalidad, de la que las instituciones estatales son incapaces.
Sus principios de organización económica no se basan en la propiedad; no consideran la tierra ni la naturaleza como apropiables y, sin embargo, deben defender la propiedad colectiva del territorio como la única forma de hacer valer su derecho a este-y a la vida- en el contexto neoliberal. Desde luego que sus miembros no son idénticos u homogéneos entre sí, ni lo pretenden. El énfasis en la deliberación señala justamente que existe una diversidad de opiniones y posturas, así como la voluntad de conciliarlas, para tomar un camino común. El asomarse al otro, al afuera de la individualidad, es congruente con el asomarse afuera de la comunidad. Y lo hacen en la migración -muy frecuente entre sus miembros24-, en la educación de los jóvenes -que acuden a las universidades y a la educación pública en general-, en la participación de la vida política que, creando sus propias instituciones, sin embargo no se desvincula de los órdenes estatal o federal sino que reclama su derecho a participar allí.
Estas comunidades no construyen muros con el entorno sino que crean espacios abiertos, no estriados, de libre circulación al interior. Tampoco son “pequeñas patrias amuralladas”, aunque sí territorios delimitados y protegidos de las violencias estatales y criminales que amenazan la vida; por eso controlan sus entradas y “filtran” el paso. No desarrollan hostilidad hacia lo ajeno sino más bien curiosidad y apertura, como lo demuestra la gran cantidad de intervenciones e investigaciones que los acompañan y a las que dan cabida sin oponer obstáculos. Tienen gran movilidad y también son extremadamente hospitalarios con los extraños –por lo menos en las experiencias de Guerrero y Michoacán a las que hemos hecho referencia-; es decir, salen de sí y aceptan a los que llegan de fuera. No desarrollan un vínculo obsesivo con lo propio sino una reivindicación de su validez, siempre menospreciada, que se recrea y reformula, incesantemente. Se separan, por lo mismo, de toda visión congelada y folclorizante de la identidad.
Se trata además de comunidades efectivamente indígenas que reúnen distintas etnias y, desde luego, también población mestiza. La condición mayoritariamente indígena no marca el cierre sobre lo étnico sino la pertenencia a una cosmovisión que, siendo ajena a la modernidad capitalista, sin embargo, ha estado cinco siglos en contacto constante con ella, protegiéndose y transformándose por efecto de su hegemonía. Estas comunidades conocen y manejan ambos códigos, ambas lenguas, ambas normatividades; se mueven y “puentean” entre ellos con maestría.
Se las ha caracterizado como culturalmente mestizas y, en algún sentido lo son, pero también se podría decir, con Silvia Rivera Cusicanqui, que son “ch’ixis”. Según ella, lo “ch’ixis” es lo de arriba y de abajo a la vez, lo blanco y lo negro, lo femenino y lo masculino, “dos opuestos que no se juntan ni se funden… Es ese modo gozoso de meterse a lo indio y comer a lo indio y hacer cosas muy indias y a la vez salir a estudiar en la universidad. Entonces esa forma de ser radical pero, a la vez, no mezclada, no híbrida” (RIVERA CUSICANQUI, 2018, p. 183) sería ch’ixi. En efecto, las comunidades conservan tanto elementos propios de la visión mesoamericana (como los principios de lo colectivo, lo asambleario, lo rotativo, la relación con la naturaleza y lo sagrado) como otros de matriz occidental. A lo largo de los siglos han ido entretejiendo ambos pero manteniendo la especificidad de cada uno de ellos, de manera que es posible distinguirlos y, al mismo tiempo, reconocer su articulación.
Lo comunitario se distancia de la globalización neoliberal justamente por ser un espacio horizontal y local, donde se pueden establecer relaciones cara a cara, del orden de lo cotidiano, que permiten identificar y sostener las diferencias, romper el ensimismamiento de los sujetos y la percepción del otro como una amenaza frente a la cual es necesario levantar una barrera inmunitaria. De la misma manera, es la comunidad la que, sosteniendo su autonomía, también reconoce el derecho a otras autonomías equivalentes. Así, protege la diferencia y se abre a ella, al tiempo que reivindica el derecho a su propia diferencia. Autonomía y heteronomía, lo propio y lo común, exposición y protección, no son términos excluyentes.
De manera que, frente al biopoder inmunitario de la gubernamentalidad neoliberal, las autonomías comunitarias crean “relaciones de diferenciación, de creación, de innovación” para la defensa de la vida amenazada. Frente a los territorios de muerte que generan las violencias estatal-criminales, las comunidades indígenas defienden esos territorios –que comprenden la naturaleza que soporta toda vida y en ella y con ella la sobrevivencia social y cultural-. Se crean así verdaderos “territorios de vida”, en lo que podríamos considerar, como formula Lazzarato, un “vuelco del biopoder en una biopolítica” (LAZZARATO, 2010, p. 7). Se trataría de una biopolítica que, en lugar de dominar la vida, recupera su potencia para, con ella, defenderla y abrir nuevas formas de construcción, de creación y de supervivencia.
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Notas
[1]Desarrollada principalmente en el curso Seguridad, territorio y población, impartido en 1978.
[2]Utilizado por primera vez en 1974, y más sistemáticamente a partir de 1976 (Lemke, 2007, p. 50). Aunque se suele usar ambos términos de manera indistinta, en este trabajo se hará una distinción de ellos en el apartado referido a las resistencias, para distinguir las prácticas de control, administración y selección de la vida (biopoder) de las que resisten a los biopoderes (biopolítica).
[3] Aparece en los textos de Foucault en los años 70 (Castro Orellana, 2015, p 46).
[4] Existen por lo menos 20 militares encarcelados en México por su vinculación con el narcotráfico, aunque en su mayoría no son de alta graduación. Entre los altos mandos, solo están probados judicialmente los casos del general Gutiérrez Rebollo, el general brigadier Juan Manuel Barragán y el Subsecretario de la Defensa Tomás Ángeles Dauahare. Ello, sin embargo, no permite suponer un escaso involucramiento de la institución militar; mucho menos de las policías en sus diferentes niveles y, muy especialmente, en el municipal.
[5] En su Informe estadístico Anual, “Tendencias globales”, el alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (2018) elevó a 68.5 millones el número de personas desplazadas por la fuerza, dentro y fuera de su país, para finales de 2017 (ACNUR, 2018).
[6] Amnistía Internacional presentó diferentes informes, a partir de 2004, denunciando estos hechos. Uno de ellos puede encontrarse en https://www.es.amnesty.org/en-que-estamos/ noticias/noticia/articulo/eeuu-utiliza-empresas-tapaderapara-realizar-vuelos-secretos-rumbo-a-la-tortura- -y-la-desaparicion/
[7] En especial en sus libros Los señores del narco (2010) y La verdadera noche de Iguala (2016).
[8] La tragedia de Ayotzinapa permitió visibilizar la conexión del poder político municipal, las policías y el Ejército con las redes criminales, en este caso del cártel de Guerreros Unidos, como una muestra de lo que ocurría en distintos territorios de la República Mexicana. Un caso semejante lo brinda el análisis de la masacre de San Fernando, Tamaulipas, en 2010.
[9] De ellas, 36 265 son personas no localizadas según denuncias del fuero común (74% varones y 94% mexicanos) y 1 170 del fuero federal (83% varones y 84% mexicanos) (Secretaría de Gobernación, RNPED, 2018)
[10]Aprobada y publicada en diciembre de 2017 y finalmente declarada inconstitucional en noviembre del siguiente año.
[11] Según el Comité Cerezo, de 2006 a mayo de 2018, 3 967 personas habían sufrido detenciones arbitrarias (Ramírez, 2019).
[12] Desde 2011 y hasta 2019 inclusive se han registrado en los medios de comunicación distintas denuncias y testimonios de sobrevivientes que relatan la participación de personal del Instituto Nacional de Migración en el secuestro de personas entregadas a las redes criminales y de tráfico de personas.
[13] Es importante reconocer que muchas de las formas actuales de racismo pasan por el señalamiento de diferencia culturales “dadas”, inmodificables que “determinan” las conductas de los grupos sociales.
[14] En la actualidad, se realiza principalmente mediante ligadura de trompas o vasectomías, practicadas por presión, engaños o simplemente sin consentimiento. Apenas en diciembre de 2016 y febrero de 2017, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) –de la que no puede sospecharse una atención exagerada del problema- emitió tres recomendaciones en este sentido.
[15] Según el Coneval, en 2014, el porcentaje de población indígena en la pobreza ascendía a 73.2% y en pobreza extrema 31.8% frente a 7.1% para la población en general. También se registra que 76% de la población indígena no puede satisfacer con su ingreso las necesidades de alimentación, bienes y servicios básicos. (Instituto Belisario Domínguez, 2017, pp. 7-8). Coneval no registra datos más recientes.
[16] La cobertura en salud para la población indígena se ha emparejado con la del resto de la población, por su incorporación al Seguro Popular. No obstante, la utilización del mismo parece dudosa y se mantiene una menor expectativa de vida para esta población (Leyva Flores et al., 2013).
[17] El dominio colonial utilizó prácticas de exterminio que “provocaron la extinción (o intentos de esta) de numerosos pueblos, con el fin de dejar libres los territorios para efecto de la colonización europea” (Gutiérrez, 2004: 315). Luego, el Estado aplicó sistemáticamente distinto tipo de violencias, de manera directa, o consintiendo la proveniente de grupos de poder locales, protegidos por él. Ejemplos recientes de ello son las masacres de Aguas Blancas en Guerrero durante 1995, con 17 víctimas fatales; Acteal, en Chiapas, donde fueron asesinados 46 indígenas en diciembre de 1997 o Agua Fría, en Oaxaca, en 2002, que dejó 27 víctimas.
[18] Según el informe 2018 de Global Witnes, durante 2017 habían sido asesinados trece defensores de tierras pertenecientes a diferentes comunidades indígenas. Apenas en 2019, ejecutaron, en enero, al director de la radio comunitaria Radiokashana, Rafael Murúa Manríquez; en febrero a Samir Flores, fundador de la radio comunitaria Amilzinko, y el 2 de mayo, en Oaxaca, a Telésforo Santiago Enríquez, fundador de El cafetal, otra radio comunitaria indígena.
[19] Los 30 mil ejidos y comunidades que existen en México actualmente ocupan alrededor de un 50% del territorio nacional y albergan 75% del total del territorio boscoso del país (ONU-RED, 2012, p. 20).
[20] Las concesiones de exploración y explotación minera otorgadas afectan a 42 de los 62 pueblos indígenas que, merced a ello, han perdido jurisdicción sobre el 7% e su territorio, en muchos casos sin siquiera estar informados. (Valladares de la Cruz, 2018, p. 105).
[21] El desvío de sus acuíferos para abastecer necesidades urbanas, industriales o mineras es una de las formas de afectación más agudas.
[22] Según la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, las zonas indígenas son las de más alta marginación en el país (CDI-PNUD, 2006. 11); 82.6% de los municipios indígenas se hallaban en condiciones de marginación o alta marginación, en los que vivía el 74.4% de la población indígena total (CDI-PNUD, 2006:24). De acuerdo con la CNDH, en 2015 esta situación se había agravado con 87.5% de municipios en esas condiciones.
[23] Existen 8 412 indígenas en prisión, sin condena, número que no supone una sobrerrepresentación con respecto a la población general. Sin embargo se los encierra por conflictos sociales y su condición se agrava por discriminación en los centros penitenciarios, falta de información sobre sus derechos, falta de intérpretes, traductores y abogados defensores que hablen su lengua (CNDH, 2018).
[24] La migración indígena es muy importante y proviene principalmente de las zonas más marginadas. Según INEGI, para 2010 se registraron 174 770 migrantes internos, 37 117 internacionales y 19 994 no especificados, entre los hablantes de lengua indígena (por lo que la cifra total debe ser aproximadamente el doble, ya que buena parte ha perdido la lengua o no la reconoce) (Sánchez García, 2015, p. 76).