Agua de los abismos. Raíces de la poética de Miguel de Unamuno
Water from the abyss. Roots of the poetics of Miguel de Unamuno

*Miguel García-Baró
*Doctor en Filosofía y Letras, Universidad Complutense de Madrid e professor na Universidad Pontifica Comillas (UPC). Contato: mgbaroartigocomillas.edu
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Resumo
Para o jovem Unamuno, o socialismo e a metafísica panteísta foram desenhados, respectivamente, como as respostas à fome na esfera económica e à sede na esfera religiosa. Pensemos no aspecto prospectivo do conhecimento, ou seja, de como a metafísica olha para o futuro. Assim, em vez de previsão por cálculo que deduz das leis as suas consequências, como o fundo divino da realidade é vontade, amor, sentimento, e, por isso mesmo, não é representavel, à dedução científica devemos acrescentar a antecipação poética e, melhor ainda, a esperança amorosa, a vontade determinada que quer acompanhar a tradição eterna para prefigurar o seu significado a vir. E isto é, acima de tudo, fé viva, capaz de criar o que não vê. O grande poeta e pensador Miguel de Unamuno foi nos seus primeiros tempos um defensor e apreciador do sentimento eufórico (não do sentimento trágico) da vida. Este ensaio traça a essência desta posição e aponta a transformação subsequente e como, por outro lado, a poesia teria de se tornar o instrumento expressivo fundamental deste pensamento após a sua evolução.

Palavras chave:Panteísmo, socialismo, intra-história, tradição eterna.

 

Abstract
For the young Unamuno, socialism and pantheistic metaphysics were designed, respectively, as the responses to hunger in the economic sphere and thirst in the religious sphere. Let us think about the prospective aspect of knowledge, that is, how metaphysics looks to the future. Thus, instead of prevision by calculation which deduces from laws its consequences, as the divine background of reality is will, love, feeling, and therefore not able to be properly represented, to the scientific deduction we must add poetic anticipation and, better still, loving hope, the determined will that wants to accompany the eternal tradition to prefigure its meaning to come. And that is, above all, living faith, capable of creating what it does not see. The great poet and thinker Miguel de Unamuno was in his early days a defender and appreciator of the euphoric (not tragic) feeling of life. This essay traces the essence of this position and points out the subsequent transformation and how, on the other hand, poetry would have to become the fundamental expressive instrument of this thought after its evolution.

Keywords:Pantheism, socialism, intrahistory, eternal tradition

Crucifica a Dios (...) todo el que hace servir el ideal a sus intereses temporales o a su gloria mundana. Y el tal es un deicida (Miguel de Unamuno, en el capítulo IX de Del sentimiento trágico de la vida) Que eres, Cristo, el único hombre que sucumbió de pleno grado, triunfador de la muerte, que a la vida por Ti quedó encumbrada. Desde entonces por Ti nos vivifica esa tu muerte, por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre, por Ti la muerte es el amparo dulce que azucara amargores de la vida; por Ti, el Hombre muerto que no muere blanco cual luna de la noche. Es sueño, Cristo, la vida y es la muerte vela. (Miguel de Unamuno, El Cristo de Velázquez, I, iv.)

Dos Unamunos que son el mismo

L a concepción general de la realidad a la que había llegado el joven Unamuno en torno a los 30 años de su edad, tiene poca originalidad, es una síntesis de varias doctrinas en boga en los años finales del siglo XIX y merece muy bien el calificativo de sentimiento eufórico de la vida. Todo el mundo conoce, en cambio, a Unamuno firmando, en torno a los 50 años, un célebre tratado Del sentimiento trágico de la vida

En la síntesis juvenil a que me refiero, intervienen elementos que, en lo que concierne a la filosofía, proceden de Hegel (ese “Quijote del pensamiento”), Espinosa, Spencer, Marx, Herder, Comte, Darwin, el krausismo... En todo caso, son elementos que derivan de una visión monista de la realidad, completada luego con factores evolucionistas e historicistas, que apuntan a la dialéctica universal (de los conceptos, de las fuerzas de la materia y la vida y la historia, del desarrollo de cada hombre individual y de cada pueblo y aun de toda la humanidad), aunque en acepción laxa, mitigada del término dialéctica.

Es una síntesis a la que había llegado Unamuno en el sentido de que es el fruto de sus solitarios y grandes trabajos en el período tan duro de los años en Bilbao, antes de ganar la cátedra de Salamanca; pero es al mismo tiempo el punto de partida de las disquisiciones (en “vaivén de hipérboles”)1 que exponen sus ensayos maduros de primera hora, es decir, En torno al casticismo y los textos cronológicamente situados junto a los recogidos en ese libro. En efecto, Unamuno no demuestra ni intenta demostrar su posición en problemas de metafísica: se limita a desplegarla -ni siquiera por entero-, como quien entiende que el progreso de todos los saberes, para cualquier hombre de 1890 bien informado y libre de prejuicios religiosos e ideológicos, conduce por sí solo y con evidencia a ella. Lo que directamente le interesa es sacar conclusiones regeneracionistas, o sea, aplicaciones, a poder ser inmediatas, a los males de España, en vísperas de las últimas derrotas coloniales.

Mi tesis consiste en sostener que de la variación radical de esta metafísica-marco se ha seguido una parte esencial de la filosofía española contemporánea, sobre todo en lo que hace al problema de la determinación de qué sean religión, hombre y Dios.

La transformación dramática del fondo metafísico de los ensayos, los poemas y las actitudes públicas de Unamuno es una réplica dialéctica de la posición de partida. El posterior sentimiento trágico de la vida responde críticamente -como lo hizo de hecho en la persona misma de Unamuno, no solo en su literatura- al anterior sentimiento eufórico de ella; lo cual significa que una porción más que notable de los conceptos que acompañaban a este queda intacta en el pensamiento imbuido de tragedia (de cierta tragedia, que quizá no es la que aparentemente encuentra prima facie el lector un poco distraído).2

Cuando en 1916, para las ediciones de la Residencia de Estudiantes, preparó Unamuno siete tomos de sus Ensayos de entre 1894 y 1911, apenas dejando al margen Nicodemo el fariseo (1898), llevó a cabo él mismo una antología esencial de su pensamiento más significativo entre esas fechas, aparte, claro está, de la Vida de Don Quijote y Sancho (1905), las novelas y los relatos (sobre todo, Paz en la guerra y Amor y pedagogía) y el espléndido poemario publicado en 1907. Hay, pues, que tomar muy en consideración, a la hora de entender y trasladar a nosotros a Unamuno, esta recopilación.

Pero ella misma advierte que de ninguna manera se la debe considerar como el resumen de la filosofía de un joven o primer Unamuno, el de antes del Sentimiento trágico (1912), por ejemplo. De hecho, sucede que estos trabajos recogen, en efecto, la sustancia del joven Unamuno (el de antes de 1896-1898, momento del nacimiento del niño enfermo, Raimundo, y la crisis religiosa mayor), pero también la inversión (imperfecta o, cuando menos, imperfectamente expresada) de su metafísica. La honda continuidad de la evolución de Unamuno lo llevó, nos dice él mismo en la entradilla a los siete volúmenes, fechada en febrero de 1916, “a puntos de vista opuestos a aquellos de que se partió”.

Los ensayos En torno al casticismo, publicados en 1895, presentan la metafísica profesada por el joven Unamuno en la medida en que sirve a su principal propósito en esa colección unitaria de trabajos. Y este era el análisis de las causas del “marasmo” de España en los años inmediatamente anteriores a las últimas guerras coloniales, que pondrían de manifiesto hasta para los más optimistas el final de un ciclo histórico que, aunque en realidad acabado con la independencia de los virreinatos americanos setenta años antes, mantenía su apariencia (y se lo trataría de resucitar enseguida con la aventura marroquí). En ciertos aspectos, es importante completar las ideas de En torno al casticismo con las presentadas en el ensayo más antiguo de la colección de los siete volúmenes mencionados, que versa sobre un tema aparentemente marginal: La enseñanza del latín en España (1894). En algún momento me valdré asimismo de imágenes tomadas de ensayos que datan de 1896, es decir, del tiempo en que se parten las aguas del pensamiento unamuniano. Pero este recurso no quiebra en nada la unidad peculiar a las cinco piezas En torno al casticismo, que, al desbordar con mucho el marco de aplicación española que ellas mismas se proponían, ofrecen en su conjunto la versión plena de la filosofía del sentimiento eufórico de la vida.

El diagnóstico del marasmo espiritual de España se hace con belleza terrible en el último texto; los cuatro anteriores han examinado sus raíces (las metafísicas y las históricas).

Por qué sentir eufóricamente la vida

La vida no es propiamente, en esta expresión, más que nuestra vida, mejor dicho, mi vida. Es desde ella desde donde todo se me presenta y es en ella como siento ese todo; pero ni mi vida es el Todo, ni lo es nuestra vida, ni tampoco, siquiera, lo es la vida misma.

El Todo es el Uno, y cierto atributo de esto Uno, Todo y Absoluto es la Vida, es el estar de alguna manera vivo (a través de que lo están propia y directamente alguna de sus partes, lo está también él mismo, ello mismo).

La Naturaleza, por su parte, es evolución, y como discutir acerca de su principio primerísimo es enredarse en una especulación extremadamente oscura, según mostró Kant, lo mejor es atenerse respecto de ese principio a la posición de Hegel, quizá tirando tanto o más a la de Espinosa y el antiguo estoicismo, o sea: que la Naturaleza es ella su propio principio, que ella es en definitiva lo Absoluto, no tanto, desde luego, en su lado fenoménico –natura naturata- cuanto en su lado oculto pero causal –natura naturans-, es decir, en sus leyes y en su recóndita vitalidad -o, quizá, pre-vitalidad; porque lo que llamamos en sentido pleno Vida es un producto evolutivo de la raíz absoluta, algo que surge de la mera Naturaleza por sus leyes mismas de evolución; de modo que en la causa profunda debe de haber lo que por mi cuenta llamaré pre-vida o proto-vida: Unamuno mismo habla directamente de Dios en alguna ocasión, de modo que estoy autorizado a tomarme esta pequeña libertad-.33

La misma divina evolución, la evolución de lo Absoluto -que no es propiamente creadora, porque lo que hace es sacar del fondo de lo Absoluto, de su sustancia, todas sus consecuencias, todos sus efectos, a modo de inmensa circularidad hegeliana-, da lugar por su legalidad inmanente a la vida humana, es decir, a la sociedad. Aquí manifiesta la ley natural o absoluta ser en verdad sobre-natural, porque la sociedad, el pueblo, el protoplasma de lo humano, es la base para nuevas formas extraordinarias de la vida, que injertan en ella, sin embargo, las primeras posibilidades de acelerarla y de errarla.

La existencia de la sociedad va ligada a la conciencia, o sea, a la realidad con la que, en la forma de la idealidad, la realidad divina se dobla mágicamente.

La conciencia es, en efecto, la realidad en que se refleja idealmente toda la realidad, incluso la de sí misma; y este reflejo, como va complementado por la actividad de la interpretación, abre el dominio no solo de la verdad, sino también del sueño, de la ilusión, del error y de la mentira.

Unamuno admitió en su primera posición filosófica un factor del hegelianismo que resulta muy problemático si no se lo toma a la vez que el resto de la filosofía en que nació. Y es que así como hay que diferenciar el fondo oscuro, la Causa, la natura naturans absoluta, de los fenómenos que son sus efectos –la natura naturata en su sentido amplísimo-, la conciencia, como reflejo de la realidad íntegra, no sólo lo es de los fenómenos sino también de su fondo.4

Tomemos un hecho cualquiera: este atardecer; tomemos también el hecho paralelo y simultáneo: mi experiencia de este atardecer (que se da en el mismo ahora presente que su objeto, y que le es estrictamente correlativo, en el sentido de que mi experiencia acompaña al atardecer parte a parte, momento a momento, casi atardeciendo ella misma, pero sin que en plenitud nada de la tarde sea un componente de mi vida ni nada de esta un componente de aquella). Ambos hechos ocurren espontánea, naturalmente. Yo no he querido vivir así la tarde, y no hay indicio de que nadie haya querido que así sea la tarde. La tarde acontece y yo, sumido en el mismo Todo que ella, solo que dotado de la vida en sentido propio que ella se diría que no tiene en absoluto, me veo experimentándola, viviéndola: esto es lo que me acontece, justo a la vez que pasa la tarde. Ella para mí y yo en ella.

La naturalidad, la espontaneidad, son aquí lo inevitable, lo que de suyo da el Todo Uno Absoluto aquí, ahora. Es el modo en el que lo Absoluto Único se encuentra en este momento. Y lo que sucede naturalmente ya no volverá a ocurrir nunca. Tampoco mi experiencia volverá jamás. Todo, el Todo mismo, fluye, cambia inmanentemente: se transforma siendo el mismo siempre y según la ley natural en él, según su espontaneidad, su esencia inmutable. El hecho aconteciendo es el extra de la interioridad definitiva, eterna, desde siempre y para siempre, de lo Único, o sea, de lo Divino. Lo Divino es el intra eterno de todos los hechos, y cada hecho es la modalidad actual y la exteriorización de este intra inmutable.

De este modo, en el fondo de la conciencia, en la intra-conciencia, mejor que sub-conciencia, deberá encontrarse reflejado el fondo indistinto –término de Unamuno mismo-5 de la realidad, como se halla ahora y aquí, y siempre y por todas partes, constituyendo lo intra-fáctico de los hechos.

Miremos ahora en otra dirección: el principio global de los análisis sociológico-históricos de Unamuno estaba en el establecimiento de la distinción entre pueblo y casta, distinción respecto de la cual son secundarias las que se pueden hacer entre pueblo y pueblos y entre pueblos y naciones.

La idea de pueblo es el elemento más evidentemente romántico de esta metafísica, aunque, al mismo tiempo, sea el más duradero y el que mejor puede servir, a la larga, para ir depurando de romanticismos caedizos, como el propio Unamuno diría, las ideas de su autor.

Porque pueblo equivale aquí a humanidad, al ser mismo del hombre, que, como se notará inmediatamente, nunca ha sido tomado por el joven Unamuno –ni por el maduro, ni por el viejo…- en sentido individualista. Sin sociedad no hay sino animales homínidos, pero no seres humanos.

Pero ni pueblo ni ser humano son plenamente nociones estables, inmóviles. Las que sí lo son, son precisamente las que se refieren a los animales, sin que ello sea obstáculo alguno para aceptar las teorías de Darwin e incluso para concederles un puesto de primer rango en la visión panorámica de la realidad. Hay algo de evolución en lo que sean como tales el pueblo y el ser humano, pero nada en el ser del elefante o la hormiga. El pueblo, el ser humano, ejemplifican el caso principal de la tradición eterna, que es el concepto mediante el cual los análisis españoles de En torno al casticismo engarzan con la metafísica.

En efecto, la sociedad es el terreno de la historia propiamente dicha, porque la extensión del término hasta abarcar la historia natural es más bien origen de confusiones. La historia, pues, son los hechos patentes, los fenómenos a la luz de las conciencias. La intra-historia, en cambio, es el pueblo, la tradición eterna. Y para este caso sí habría que añadir, yendo en el sentido de la metafísica de Unamuno y más allá de sus palabras mismas, que la intra-historia tiene a su vez una intra-intra-historia, que ya no podemos en realidad llamar en ningún sentido historia, porque no es el conjunto de los hechos intra-fácticos (pero aún en sentido auténtico hechos) sino el fondo indistinto, la divinidad, la Causa.

Lo que sucede es, pues, sencillamente lo que tiene que suceder, habida cuenta tanto de la última interioridad del Todo como de la serie infinita de sus exteriorizaciones, a la que aquella secreta esencia impide repetirse. Lo impide a tal punto, que constituye con ellas todas la serie en eterno despliegue de su naturaleza divina. Esta serie sí es realmente historia natural, ya que nada puede integrarse en ella más que en el lugar y el instante en que de hecho comparece; lo cual significa que el nuevo hecho es de alguna manera la consecuencia de todos los que forman la serie antes que él, a la vez que él mismo es la causa inmediata, la condición suficiente, de cómo sigue luego la serie. Y ya con esta indicación se ve cómo mi experiencia del hecho actual es simultánea y paralela a él, es necesaria y puramente experiencia de él, pero dista casi infinitamente de ser su experiencia adecuada, o sea, inagotable y perfecta.

E incluso estas descripciones entrañan otras consecuencias: que el Hecho es infinitamente más que la totalidad de lo que nuestras vidas todas experimentan de él, y que la suma de todas estas experiencias es una parte del Hecho al que se refieren fragmentariamente todas.

Retengamos, pues, este esquema general: natura naturans (lo Divino) y natura naturata (el Hecho o, mejor, el sistema histórico de los Hechos); es decir, en términos de Unamuno, tradición eterna en sus dos polos inseparables: lo intra-histórico y lo extra-histórico.

Unamuno vincula lo más íntimamente que cabe ambos lados de lo mismo, como se ve transparentemente en su predilección por el término tradición eterna. Este magnífico oxímoron refleja cómo el Todo mismo está en devenir siempre, exactamente según la imagen del mundo de Heráclito. El Todo es cada una de sus modalidades, pero éstas forman historia, o sea, tradición: unas pasan a las otras su ser y su sentido, su esencia misma; y este pasar es la regla de sí mismo (o sea, él no pasa: como no pasa en Heráclito el Logos, sino que es la divina ley esencia del Fuego, del Río, de la Guerra...).

En cierto modo, solo lo inexorable de seguir pasando y continuar así sedimentando sentido, trasladándolo a lo relativamente nuevo que aparece en cada ahora, es fijo y quieto en la visión que Unamuno se hace de la realidad; porque en cierto modo las leyes de su tradición están también pasando. El Hecho es la Tradición; el Hecho es su propia Ley (o sea, el estado devenido e histórico no solo de las cosas que ocurren sino del modo en que lo hacen). Parece una paradoja; parece la misma paradoja de Pródico, el lejano discípulo de Heráclito; pero solo lo parece -y de esto se quejó siempre Unamuno: de ser tildado de paradójico por no ser entendido como dialéctico-.

Para quien considera en esta perspectiva Todo, todo tiene sentido, y lo tiene pleno, aunque quizá a nuestra vida no le sea dable penetrarlo. Pasa lo que tiene que pasar, lo único que puede pasar; pero además sobreviene con divina fuerza, con un poder absoluto, cuya crítica es sencillamente ridícula, impensable, solo propia de necios. El Hecho universal de ahora mismo es la voz de Dios, que trasciende la vida y está más allá de la persona, de la materia, de la historia -todas ellas son su expresión o exterior, a la vez que partes de su esencia en devenir-. La resistencia, la desobediencia, solo pueden proceder de la locura, de la inconciencia, del mal. Son como nada.

Rebaja de la euforia

Son como nada, pero son. Los hombres que reniegan de Todo siguen siendo sus servidores, sus acólitos, sus esclavos y, de alguna manera, incluso sus aliados. Así decía Heráclito. Pero el mayor problema no consiste en cómo interpretar de este modo hasta la más seria de las renuncias a formar parte de Todo divino alguno. En efecto, siempre se podrá encontrar que convienen al Bien en su marcha triunfal obstáculos que vencer, precisamente para afianzarse como Bien y no decaer, dormido en los laureles, de su perfección. Siempre podrá hacerse esto incluso con los más pertinaces díscolos. Igual que los réprobos irán a los infiernos en los que creyeron, así también los ateos se asimilarán a Dios al final.

El mayor problema tiene apariencias mucho más modestas, un aire humilde e insignificante, una nariz chata y los pies descalzos: es el enigma del conocimiento verdadero del Todo, que permite la euforia y hasta obliga a ella. ¿Cómo puede la partecita del Todo que yo soy abarcarlo y como superarlo, para conocerlo tal como él es en sí y poder entonces sentirlo apropiadamente? ¿No tendría entonces la parte que ser el Todo mismo o, mejor aún -es decir, peor, mucho peor aún-, más que el mismísimo Todo? Sócrates viene a aguar la fiesta, aunque en realidad quiere trasladarla al Lugar mismo de la Dicha y sustraerla a la Ilusión y lo Falso. Con Sócrates, Todo se pone en tela de juicio.

Hay que mirar mejor el hecho parcial, simultáneo y paralelo del Gran Hecho, incluido en él, si es que él existe -¿y cómo negarlo o dudarlo?-, que es mi vida, mi vida ahora, mi experiencia y mi meditación de ahora mismo. ¿En qué consiste? ¿Qué pretende y qué consigue?

Pretende sondear el Todo, tanto en su aspecto divino como en su exterioridad. Pretende, de entrada, saber que Todo es Uno, aunque luego quizá reconozca que el detalle de cómo es la conversión precisa de tanta multiplicidad en unidad y de tanta falta de sentido en el puro Sentido, se le escape.

Consiste en una reflexión de la presunta partecita sobre el presunto todo, que está implicada en el avance eufórico, triunfal e incontrastable de éste, precisamente porque tal avance, si no cobrara conciencia alguna de sí mismo, estaría incompleto. Lo que merece ser entendido y ser sentido eufóricamente, si no se entiende y se siente hace ridícula figura y se desdice, ya solo por ello, de lo que pretende ser

Por eso la conciencia dentro de la vida, a su vez inserta en el todo de la naturaleza y la historia, no es una enfermedad de lo Absoluto sino una necesidad de su perfección como tal. Solo que tiene una estructura paradójica: es como el momento en que, como dice Unamuno en un instante de pluma feliz, el Hecho se Re-hace.6 Lo En-sí real deviene, a la vez que permanece en su progreso eufórico, Para-sí ideal.

La idealidad es, en este sentido, la vida que experimenta el Todo y lo siente en sus afectos (y si experimenta el Todo, ha de sentirlo en la euforia). La idealidad es como el espejo que faltaba a Narciso, el Uno.

Pero no estamos (Unamuno y yo) hablando del Logos de Dios (ahora, en el sentido neotestamentario o, indiferentemente, en el sentido de los idealistas); estamos hablando del conocimiento humano y, en realidad, de mi conocimiento, no del de la especie o del que idealmente algún día se pueda lograr; hablamos de este acto de experiencia y sentimiento de ahora mismo y mío.

Si lanzo la fuerza especulativa y la dejo a su arbitrio, entonces dirá, como Espinosa, que es propio de lo Absoluto el hecho de que lo real se esté reflejando, idéntico a sí mismo y pleno, en lo ideal; que a la serie de los hechos parciales carentes de vida y conciencia hay que completarla con la serie de los hechos parciales que a cada momento van acompañando el devenir del todo re-haciéndolo o reflejándolo de modo completo y adecuado a la vez que él se desarrolla conforme a su condición de tradición eterna. Y así el orden y la concatenación de lo ideal reproducirán con exactitud y plena profundidad el orden y la concatenación de lo real. Bastará seguir la cadena del conocimiento para descubrir la cadena del ser, cuyo espejo sin defecto es aquella.

Pero la filosofía no es la especulación sino cuando un poco de ésta anula todo exceso de ella misma. En este caso, yo estoy limitado a hablar de mi conocimiento, y lo que acabo de escribir en el párrafo anterior es más imaginación que conocimiento; o es más wishful thinking disimulado que verdad. Elevándome de alguna manera sobre Todo, le atribuyo conocimiento absoluto. O sea, mi verdad desborda el conocimiento absoluto y el Todo mismo, en un alarde de los modos bárbaramente expansivos que posee de suyo la especulación.

Por el contrario, atenerme a los hechos inmediatos y evidentes de la conciencia me indica que la capacidad de re-hacer el Todo a cada instante le está vedada a mi vida. Que la piense como una parte de la Vida universal, como un modo finito del divino atributo Pensamiento, no cambia la situación: es enigmático si de veras he llegado legítimamente a esta concepción tan atrevida, porque el hecho es que yo, de entrada, no comprendo la realidad, y que, por más que luego me esfuerce, en mi pequeña conciencia no cabe entera nunca -a lo sumo, entenderé trabajosamente algunas articulaciones y algunas reglas de lo real-.

En todo caso, incluso dejando al margen la cuestión de las pruebas que respalden esta aparentemente evidente metafísica monista y evolucionista, se plantea el inmediato y real problema de con qué método y con qué garantías de éxito puedo yo, en mi limitada y pobre vida personal, experimentar y sentir del mejor modo lo que es la Tradición Eterna y lo que son sus Hechos.

Y ahora me acuerdo de la cuestión que orillé antes, solo que para evocarla en cierto otro sentido. Porque, en efecto, hay que explicar bien en qué consista la voluntad propia, individual, en el marco de este panteísmo monista y optimista. ¿Puede realmente alguien hacer algo relevante motu proprio, sin egoísmo ni anarquismo, solidario con todos los demás hombres? ¿O es cada presunto acto libre de un yo aislado nada más que una locura o una ilusión, cuando no obedece al impulso mismo de la Tradición Eterna?

La libertad y la verdad

Una iniciativa mía es ya también, por ejemplo, emprender el conocimiento del Todo real, reconociendo que me falta y, sobre todo, reconociendo su importancia decisiva para orientar el sentido de mi vida. Porque solo una vida basada en la verdad parece que no se extravía hasta malograrse.

Pero, como cualquiera otra, esta iniciativa es, en cuanto tal, una especie elemental de excessus, comparada con la marcha espontánea de la vida, que en mí se refleja como lo que pasiva y naturalmente me sucede. O, en todo caso, la iniciativa puede haber surgido de ese modo natural y espontáneo; pero es evidente que yo decido luego sobre los mejores medios para realizarla. Y en esta opción hay ya esa salida como fuera y más allá del ámbito al que llega por sí solo el Todo. Se nos aparecen las opciones libres como un extra incluso respecto del extra que es el Hecho, contrastado con el intra de la Tradición Eterna. Las decisiones y las hazañas, mayores o menores, de los hombres son la historia en el sentido más superficial pero más habitual del término: lo que se ve en la escena del mundo, lo que en ella hace ruido, lo que se relata y rememora, lo que se celebra para bien o para mal, aquello que da fama a los hombres...

El acto histórico de dedicarse a la búsqueda minuciosa de la verdad tiene que sumergirse en la intra-historia; y ya plantear así el asunto, como un problema de buceo en las profundidades de uno mismo -lo que es inevitable cuando se permanece dentro del monismo metafísico-, es tanto como decir que la conciencia se echa a buscar su inconciencia, lo inconciente que es su intra. Si se quiere, lo inconciente solo relativamente a mí mismo, el buscador, si es que continúo suponiendo que mi propósito se describe de la mejor manera posible en los términos de Espinosa, o sea, dando por entendido que lo que queda para mí inconciente es en sí mismo lo ideal que el Todo contiene: el atributo Pensamiento, que en mi modo finito busca algún modo infinito suyo (algún ángel, algún dios conocedor, alguna Musa).

Yo busco una verdad que ya lo está quizá siendo en acto para la Divinidad, pero que para mí es, por hipótesis, mi fondo inconciente. Yo supongo, pues, en mí un abismo en el que se contiene una perspectiva verdadera sobre Todo, pero que ahora mismo es conciencia mía potencial, no auténtica verdad sabida. Es como suponer en lo íntimo de mí una memoria de todas las cosas, un maestro interior, que, a diferencia de lo que estas palabras significan en san Agustín, aquí son factores inconcientes ambos.

No me puedo proponer una exploración propia tan solo de la llamada psicología profunda o psicoanálisis, aunque mi programa (el del joven Unamuno) tenga semejanzas muy grandes con el de Gustav Jung, poco posterior. Este yo mismo, este mí mismo, mejor dicho, que busco yo, no es ya mío sino universal a la vez que mío. Y si reconozco el peso que en la verdad tienen las ramificaciones históricas del género humano (las naciones y, como prefiere decir Unamuno joven, las castas), tendré que pasar hacia la verdad universal y última al través de la verdad derivativa de mi casta. Bajaré por ella luego hasta la raíz universal humana, en que todos los hombres coincidimos, que no es el Hombre primordial, Adán, sino, más bien (ambas entidades se parecen mucho, pero es cuestión empírica si todos procedemos de una única pareja o no) el Pueblo.

El conocimiento del Todo es así el conocimiento de mí mismo como miembro de mi casta, miembro a su vez del pueblo de la humanidad. ¿Dónde encontrar el espejo que refleje semejantes honduras de la memoria? De nuevo es evidente la verdad de la advertencia de Heráclito acerca de que los caminos del alma no se pueden recorrer, que sus sendas y rodeos son infinitos.

Los sucedidos de la llamada historia universal no serán el material que me interese, porque mi idea es que eso es el ruido superficial de las cosas. El que oye el oleaje en día de tormenta no tiene la menor idea, en principio, del silencio solemne no ya de las profundidades sino simplemente de las aguas que están 15 o 20 metros por debajo de la superficie.

Tengo que encontrar algo común; para empezar, algo común a mi casta histórica, y luego, algo común a toda la humanidad. Pero este algo tiene que evolucionar como me represento que evoluciona la Tradición Eterna: mucho más lentamente que sus individuos en el haz de la historia, con el paso tardo pero seguro de la intrahistoria. Solo cabe que sea la Filología mi instrumento preferido: la historia comparada de las lenguas naturales o maternas. Y en la otra mano, tengo que tener la investigación, mucho menos histórica en apariencia, pero también histórica en el fondo, que se lleva a cabo en Física, en Química, en Biología, Lo geológico, lo astronómico expresan la lentísima evolución de lo que no está plena y concientemente vivo; la Filología, aliada inseparable de la Sociología y de esa especificación suya que se ha dado en llamar por antonomasia Antropología, estudia la veloz evolución del pueblo y las castas, o sea, de lo humano. A fin de cuentas, el hablar es una más de las instituciones sociales, cuya historia espontánea y más bien tranquila debe recogerse, para que el Hecho sea Re-hecho en mi conciencia (y en la de mi generación).

La auténtica reflexión filosófica no tiene apenas nada que ver con la introspección, y tampoco tiene mucho que ver con un edificio conceptual como la Crítica de la razón pura, porque tampoco la llamada reflexión transcendental llega al fondo de las cosas. Aquí es donde se alza en Filosofía el dominio de Hegel y de Herder, comparables con las hazañas cognoscitivas de Darwin y de los grandes creadores de ciencia de la naturaleza en el XIX.

La filosofía es la amalgama última de los resultados de las ciencias, la interpretación global de todas ellas tomadas en junto, pero donde el conocimiento de la propia lengua mantiene un puesto privilegiado.

Como sucedía en la obra de Comte y luego en las menos especulativamente ambiciosas de los socialistas a los que Marx clasificaba despectivamente como utópicos, Unamuno prevé que la realización del Pueblo será atraída por la ciencia más que por ningún otro método. El Pueblo cuasi adánico de los comienzos, perdido en la dispersión de Babel de las lenguas, se recuperará con plena conciencia de sí en la euforia con la que la ciencia habrá un día reducido a la ineficacia y al silencio los impulsos anárquicos, insolidarios, individualistas.

Ahora bien, la trama que va ligando unas con otras las fases de la historia rápida de las lenguas y las instituciones sociales no es de la misma clase que la que lleva a cabo esta misma función respecto de los momentos sucesivos de lo geológico, lo biológico y los cielos. Para estas segundas relaciones, el concepto de causa funciona perfectamente y da lugar a la inducción de leyes expresadas como ecuaciones, o sea, como exactitudes. Pero para las primeras más bien se necesita otro concepto en el que tenga parte la rara creatividad que ha llevado misteriosamente a la dispersión de las lenguas, los pueblos y las castas por todo el orbe. Cada fenómeno social, cada suceso personal, cada matiz nuevo de una lengua materna podrá decirse más bien motivado que causado por los anteriores. No hay aquí propiamente mecanismo ni ecuaciones. Algo más que la mera razón matemática tiene que intervenir para captar bien estas tramas de diferente textura.

Unamuno llamó a tales tramas nimbos,7 y en el conocimiento de los nimbos de las cosas reales dio entrada a la imaginación, a los afectos, a todo cuanto pudo pensar que quedaba comprendido en el concepto pascaliano de la finesse espiritual.

Mas ¿qué es un nimbo, esta realidad en torno a cada hecho y a cada fragmento de hecho, de la que debe nacer toda ciencia pero, en especial, las ciencias de lo social y lo humano?

Mas ¿qué es un nimbo, esta realidad en torno a cada hecho y a cada fragmento de hecho, de la que debe nacer toda ciencia pero, en especial, las ciencias de lo social y lo humano?

Lenguas, nimbos, entrañas

La ley sobre-natural8 que hace surgir del animal al hombre es el origen de lo que realmente constituye la sociedad, a saber, la lengua. Como no hay hombre sin sociedad, sin pueblo, no lo hay sin el instrumento de la comunicación realmente humana, que es el lenguaje. No ya el de signos y señales, sino el de símbolos, el hablado. El lenguaje es la matriz de la sociedad como ésta lo es de aquél. El lenguaje es también el sentido social, 9 no ya el sentido animal. Por él o en él se desarrolla en el hombre lo que lo caracteriza: la conciencia.

Pero la lengua tiene historia, y a ella pertenece el hecho fundamental de la división y multiplicación de las lenguas (incluso si no suponemos un único origen del hombre y, por lo mismo, una única lengua primitiva). Aunque, al comparar la historia de las lenguas con la historia de la sociedad, vemos inmediatamente que esta segunda es un río de Heráclito y que aquella otra primera evoluciona con una lentitud inmensamente mayor. La historia de la lengua es más bien la intra-historia del pueblo que la habla. Y como hemos reservado la palabra pueblo para el fondo común humano, utilicemos ahora otra para cada una de las sociedades históricas, esencialmente vinculadas a cada una de las lenguas que en un presente determinado están vivas y en evolución, por tanto. La palabra que aquí necesitamos, previa a la de nación, es precisamente casta, 10 porque una misma casta puede resultar en varias naciones – Unamuno no separa apenas, si es que en algún sentido lo hace, este concepto del de Estado-.

Al ir diversificando las capas de lo histórico, lo que obtenemos así es que la historia lo es fundamentalmente de las castas, cada una de las cuales tiene además su intra-historia, su tradición casi-eterna. Por otra parte, la historia es, desde luego, el escenario de los conflictos y las avenencias internacionales, o sea, de las guerras de las castas y de las asimilaciones que resultan de tales conflictos, armados o no. Queda debajo de la intra-historia de cada casta, y mucho más abajo que su historia, la tradición eterna del pueblo mismo, del hombre mismo, a la que no cabe llegar en realidad usando el instrumento que permite mejor introducirse en lo intra-histórico de una casta: el devenir de su lengua. Puesto que no hay lengua de la humanidad, del pueblo, ni cabe ni cabrá retrotraer la lingüística comparada hasta la o las lengua o lenguas primitivas. ¿Se llegará así también al radical quid divinum?

En su aplicación al caso concreto que impulsó a Unamuno a escribir los ensayos de 1895, se trata de que el marasmo de la nación española es consecuencia del que afecta a la casta histórica en torno a la cual cristaliza España desde hace muchos siglos: Castilla. Sin embargo, los renacimientos románticos de las otras castas españolas, sobre todo la vascongada y la catalana, más bien son señales de que se avecina un nuevo paso adelante de la integración española, por superación vital de las meras diferencias.11

En un modo que podría objetarse desde los supuestos de la misma metodología unamuniana, se determina lo castellano castizo más bien desde la historia que desde la lengua, para intentar luego diferenciar lo intra-histórico de lo histórico con bastantes dificultades, y así dejar abierto el paso a que pueda revivir lo auténticamente castellano –y, a la larga, español- salvado de los empeños de tradicionalistas y progresistas, por arraigo en la tradición eterna. Si lo históricamente dado fuera la expresión mejor o única de lo castellano, sólo una de esas posiciones maximalistas podría tener la razón respecto del futuro de España y, por tanto, del sentido de la acción política y cultural que en torno al 98 debía emprenderse para regenerarla de su marasmo. O bien habría entonces que reducirse a los ideales del pasado, o bien habría que renegar plenamente de ellos y colmar de cultura europea -¿de cuál de ellas precisamente?- la patria. Pero estas soluciones comparten un mismo anarquismo:12 no ven al pueblo por debajo de la espuma histórica; no ven la profundidad de los hechos sino nada más que su superficie –tal como si el mar no fuera más que las olas de la galerna-.

La verdad es más bien que la voluntad de una casta, su esencia intra-histórica, en tanto que desgajada de la unidad simple del pueblo humano, su espíritu popular propio, toma necesariamente una dirección de verdadera tradición y se expresa en formas históricas que, sin embargo, pueden traicionarla incluso queriendo servirla.

Para este segundo diagnóstico –o sea, para ver en qué consiste la casta histórica que es Castilla, núcleo en torno al cual se construye tradicional e históricamente España, después de haber descrito su estado contemporáneo de marasmo, al menos en lo que concierne a los hechos de la superficie-, el rodeo que mejor conduce a llevarlo a cabo consiste en reflexionar sobre la única lengua que no es castiza y que, por tanto, podría ser popular de manera paradójica –puesto que tampoco ha sido nunca la lengua materna de ninguna sociedad de hombres-.

Me refiero a la lengua universal de la ciencia, claro está, ya que los lenguajes artísticos no son exactamente lengua. Aun así, también a ellos, como expresiones comunicativas universales, afectan estas consideraciones mutatis mutandis.

La ciencia no es una prolongación del sentido común ni, por lo mismo, tiene nación; aunque pueda ser cierto que haya naciones con más propensión al cultivo de una ciencia que al de otras. Unamuno hace incluso una penosa contribución al racismo biológico típico de la recepción universitaria del darwinismo: hasta es muy probable que las razas inferiores de la humanidad carezcan de interés por la ciencia en el estadio actual de su evolución… 13

La ciencia nace de un sentido propio suyo,14 cuyo origen no puede ser otro que la sospecha o la vislumbre de la maravillosa profundidad que cada hecho posee. No hay hecho del que no se puedan mencionar, como su razón suficiente, las causas que lo han producido; no lo hay tampoco que no vaya a ser causa de nuevos hechos en el futuro. Además de las causas antecedentes, es imposible no suponer causas finales, co-responsables de que los hechos sean siempre fecundos y traigan además, a la larga, auténticas novedades no esperadas –o sea, contribuyan al avance de la tradición eterna precisamente porque su manifestación lo es, en el fondo, del progreso teleológico secreto de ésta misma-.

La misión de la ciencia consiste en pasar del hecho abstracto al hecho vivo, 15 es decir, a la visión de un hecho superficial cualquiera desde, en primer lugar, la serie más completa posible de sus causas antecedentes y, en segundo lugar, si esto fuera posible, también y sobre todo en la perspectiva, que en realidad es teleológica, de la tradición eterna, de la intra-historia; o, mejor todavía, de lo absoluto eterno, del fondo último universal indistinto, donde no hay hechos sino sólo principios, fuerzas

Trata, pues, la ciencia de ir rompiendo, para expresarlo metafóricamente, la cáscara de los hechos y lograr penetrar en su interior, donde se halla la doble –en nuestra perspectiva finita- explicación de su sentido: su porqué histórico e intra-histórico (ya sea en la acepción naturalista o en la acepción social y propia de estos términos) y, sobre todo, su para qué divino. Como todo hecho es eso literalmente, hecho producido por la evolución de lo eterno, el objetivo de la ciencia no es sino re-hacer los hechos, obtener hechos rehechos (y re-hechos);16 obtenerlos en la conciencia, después de que la realidad los haya logrado por ella misma. A fin de cuentas, la conciencia es, por principio, la capacidad de reflejar idealmente lo real, y el tiempo que precisa la idealidad para rehacer lo que hace de suyo la realidad es casi infinitamente menor que el que ésta se toma y necesita. En otras palabras: lo que analiza la evolución eterna de la realidad lo sintetiza la ciencia, si tiene buen éxito. Un buen éxito que, logrado por la ciencia o logrado por el amor –en cuyo caso sólo se trata del conocimiento entrañable de una realidad, germen de arte-, es algo bien calificable como gracia humana.17

Qué es aquello en un hecho que nos incita a ciencia, es asunto que ha intrigado siempre a la filosofía. ¿Cómo es que entendemos tan pronto, tan a fondo y tan universalmente que, pese a todo, lo que nos está más patente no es sino explicandum: primero para nosotros pero último de suyo? Yo acabo de referirme a la evidencia de las redes causales; pero ésta es una idea derivada y de segundo orden, que sólo es posible una vez que se logra comparar hechos con hechos y obtener generalizaciones, tipos o clases de hechos, o sea, universales, ideas, que de alguna manera proceden de las sensaciones de los hechos en bruto, pero que no se pueden ya confundir con éstas. Las sensaciones son pasivas, pero las ideas generales son fruto de la espontánea reacción de la inteligencia a la evidencia de que sentimos, sí, pero de que sentimos los hechos como nimbados por un horizonte y nunca tan recortados y puros y presentes como la reflexión, para simplificar, nos sugiere cuando empezamos a ocuparnos con la teoría filosófica del conocimiento.18 El término que escogió Unamuno es, justamente, como ya sabemos, el de nimbo del hecho, y, en realidad, nimbo de todo sentir y de todo concebir ideas. Los hechos bañan en su nimbo y las ideas, en el suyo –y los actos cognoscitivos, también en los suyos; y todo lo real, igualmente-. Ahora estamos en condiciones más favorables para atacar este problema esencial.

Un halo o una estela del hecho, por el que recibimos, al sentirlo, siempre algo más que él aislado: esto tendrá forzosamente que ser un nimbo. Platón había dicho maravillosamente que sentir es necesariamente a la vez recordar, porque nos enteramos al sentir de más que lo estrictamente sentido; y como lo sentido lo recibimos, lo otro que aprendemos al sentir deberá venir de alguna manera de nuestro propio fondo. Unamuno, como es fundamentalmente hegeliano, supone de entrada que el nimbo de las cosas les pertenece de suyo, es condición de toda realidad, no aporte del alma o de la subjetividad transcendental. El alma misma es real y, por ello, tiene también su nimbo.

Y el nimbo no es sino la huella casi-sensible de que el hecho tiene algo dentro, en sus entrañas, 19 además de todo este fuera que le sentimos tan pasivamente.

Unamuno no puede precisar en qué consista el nimbo del hecho sensible, pero es, evidentemente, aquello que reclama el sentido científico, es decir, la inducción. 20 Para empezar, aprendo con el hecho que se puede parecer a otros o que realmente ya se parece a otros que conocía yo de antes. Y así generalizo no suprimiendo el nimbo sino más bien integrándolo. Generalizar no es recortar, abstraer, sino dejar que los hechos se asocien y se fundan gracias a sus nimbos, de modo que el hecho particular, que el sentido común puede suponer aislado, se descubre a la mirada de la ciencia más bien ya siempre como un hecho general, como una nueva expresión de una ley. El hecho vivo, visto desde su entraña, mejor dicho, visto en la plenitud imaginativa de su nimbo –puesto que es la imaginación la que solapa nimbos y se deja llevar por ellos-, es la realización de la ley que lo hace ser exactamente el que es. Porque inducir el tipo o legalidad de los hechos no es eliminar éstos y quedarse con un esquema universal, sino penetrar en la entraña –ahora sí debo expresarme de este modo- que explica la manifestación del hecho, que lo hace pasar a la necesidad de la tradición eterna y lo sume en ella desde la apariencia de que él es no más que una contingencia de lo histórico (natural o social).

Por otra parte, si la imaginación tiene por sus objetos predilectos los nimbos vagos de las cosas, ¿con qué podremos caracterizar la facultad espiritual mediante la cual deseamos ir más allá de la imaginación, hasta penetrar en las entrañas cualitativas de la realidad? Sin duda, la llamaremos voluntad, 21 de modo que la inteligencia misma sea una de sus formas; y la voluntad quiere, ama –al menos, en cierto modo- sus correlatos. Es, pues, el amor a lo real lo que nos impulsa a atender imaginativamente a las cosas, a no quedarnos en el espejo de los hechos sino a penetrar en la dirección de sus cualidades y sondear en ellos su interior.2222 La cualidad es como tal amable o repulsiva, mientras que su corteza, la cantidad, sencillamente se ofrece a la inteligencia para que ésta haga con ella sus cuentas y escoja luego la vía muerta del sentido común y la mera razón raciocinante, o bien la vía de la ciencia propiamente dicha y la filosofía (el camino de la razón).

Nuestra misma intimidad, o sea, nuestra personalidad, no nuestra superficial individualidad -que quizá venga marcada nada más que por la estatura, el color del pelo y el tono de la voz-, es voluntad y amor, y así nos la sentimos, antes de pensarla. Si pensamos en nosotros mismos, más bien captamos el yo que deseamos ser y, sobre todo, el yo que los demás nos reflejan en el modo en que nos tratan. Pero por dentro, cualitativa y amorosamente, nos sentimos una personalidad unitaria, un factor orgánico e intra-histórico de nuestra sociedad y de la humanidad toda. La mera reflexión no permite que conozcamos este intra-yo intra- -conciente. Sus límites mismos son borrosos. Es con nuestras obras como podremos ir dilucidando, cuando salgan ellas de veras de dentro de nosotros, qué hay de verdad en nuestras entrañas.23 Y como el hecho que más querríamos re-hacer es el de nosotros mismos, enigma principal de la realidad a los ojos de cada uno, aprendemos en los intentos de ciencia de nosotros mismos cómo el amor es la base del esfuerzo científico y metafísico. Hundirnos en cualquier hecho es, desde luego, un asunto de generalización, de nimbos, de imaginación, de inteligencia y razón; pero también y sobre todo de amor, de sentimiento que quisiera conectar nuestras entrañas con las de cualquier realidad en que fijamos nuestra atención. Sin sentimiento, sin amor, sin voluntad, lo real pasaría a no sernos más que el espectáculo de un caleidoscopio, en el que la menor variación produce una forma absolutamente discontinua con la anterior, imposible de ser interpretada auténticamente como el producto de ninguna evolución cualitativa intra-fenoménica.

Sabemos que las cosas tienen dentro porque nosotros lo tenemos. En nuestro caso, nos sentimos ser y sabemos muy bien que un acto nuestro no es todo nosotros. La imaginación nos permite en seguida una como personalización de las realidades todas, porque tampoco el ser de las cosas se manifiesta directa y plenamente en el hecho que aparece, y dentro del presente está la tradición viva, también voluntad, sentimiento, amor, entrañas

Las lenguas castizas, que llamamos con cierta exageración populares o naturales, conocen los nombres universales, desde luego, pero ellos funcionan en estas lenguas como sepulcros de antiguos conceptos vivos, que halló el instinto científico del hombre. El concepto no puede nacer sino bautizado con nombre de una lengua castiza, pero en ello consiste ya su impurificación, su mancha original, porque lo realmente justo habría sido crearle un nombre que se usara en toda lengua humana. Precisamente es lo que la ciencia se propone, como pinchando los viejos términos para que dejen escapar su jugo intra-lingüístico. Y una vez pinchados, la ciencia inventa sus palabras propias.

Unamuno describe estas palabras y las ideas que llevan en su interior como formas que enchufan unas con otras nuevas formas,24 valiéndose de la paradoja de que la expresión del hecho vivo lo considere más bien idea que hecho. No habrá que insistir en que se deben pedir muchos más detalles sobre cómo ocurre todo este proceso y sobre lo que al final significan los términos forma e idea. Pero, por otra parte, es inútil negar que el esfuerzo retórico del autor de los Ensayos haya tenido éxito en nosotros, porque, cuando menos, vemos qué quería decir Unamuno como teórico de la ciencia. E incluso pensamos que este embrión de doctrina es cosa bastante más lograda que otras teorías de largos desarrollos tediosos y oscuros, puestas de moda muchos años después de 1895.

La filosofía, por su parte, es el ideal de la ciencia una, el compendio de las formas más universales y relacionantes que se pueda concebir, la realización plena de la comprensión del Gran Hecho del tiempo desde el interior de la eternidad y lo absoluto. Y en ello estriba la maravillosa paradoja: que la filosofía sólo llegará a ser ella misma de veras cuando haya descendido al pueblo y a Dios, siendo así que su constitución parece llevarla en el sentido contrario, hacia lo más ideal de lo ideal. Pero es que esto máximamente ideal, unitario, no puede sino coincidir con lo máximamente real. En el cielo de la conciencia estará entonces explícitamente reflejada la profundidad abismática del mar de lo real. La unidad de lo divino se habrá auto-conocido en la perfección de lo ideal.

Lo real eterno ya es, pero las ciencias y la filosofía se están constituyendo y seguirán haciéndolo por siempre; aunque pueda lanzarse sobre la totalidad de lo real y lo ideal ya ahora una red -como la del Quijote filosófico que fue Hegel- que en el futuro espesará sus mallas, en la dirección siempre de la máxima compactación de Dios.

Resulta, pues, que la ciencia y la filosofía son esfuerzos auténticamente populares y de raíz eterna, aunque no los realiza el pueblo sino el individuo, a veces aparentemente muy alejado del pueblo. Pero éstas no son más que, precisamente, apariencias. El pueblo mismo, en cambio, lo más entrañable y dentro de la casta, de cada casta, hace arte, es decir, expresa sin reflexión o con un mínimo de ella los ideales que la tradición intra-histórica se propone a plazo más o menos largo.25 Es arte primordial la lengua materna; y son artes básicas las producciones que se llama artesanales, en cuya prolongación se sitúan la arquitectura y las demás artes plásticas; y poco más allá de ellas aparecen la música y las restantes artes vinculadas sobre todo con el tiempo, como celebraciones propias de los espacios vitales que abren las artes de orden esencialmente plástico.

De este modo, aunque todos los seres humanos nos vemos, en el presente, sometidos a las malas particularidades de las castas y las naciones, de las lenguas maternas y el sentido común, no por eso carecemos de fondo intra-histórico e incluso de fondo divino. Somos aún muy oscuramente pueblo y, al mismo tiempo, razón, y no sólo intelecto para usos instrumentales e históricos. Somos artistas y filósofos potenciales, aunque en acto ya seamos también, prima facie, hechos contingentes de la historia, hablistas mentirosos, periodistas sin sustancia.

No olvidemos que una casta humana se forma determinada por las relaciones económicas, que básicamente, a su vez, están influidas por el paisaje en que el azar o la elección hacen vivir a un particular grupo humano.27 El comercio con el ambiente geográfico es primordial respecto incluso del comercio con el resto del ambiente humano. No puede ser lo mismo la nación que se cría en la meseta castellana que la que lo hace en los desiertos de Mongolia, en las selvas del Trópico, en el desierto del Sáhara, en las islas del Egeo

Teniendo esto en cuenta, se comprenderá que los estímulos esenciales que actúan sobre las personas, las castas e incluso lo tradicional intra-histórico, provienen o bien del paisaje y lo económico, o bien de lo ideal –lo filosófico, lo religioso-. Economía y religión, economía y filosofía, se corresponden en su valor de acicates y de fuentes de intranquilidad; mientras que el arte es más bien sólo causa de acomodos y gozos. El hombre habita artísticamente su morada, su campo y su nación, pero sufre de males económicos y, aunque sea muy luego, de dolores metafísicos o religiosos. El arte es un modo de pensar la acomodación y la satisfacción; la economía es un perpetuo estar en vilo; la metafísica es un siempre insuficiente planteamiento de metas e ideales. El malestar y el marasmo son económicos y metafísicos. El reposo es artístico o remeda trivialmente lo artístico (en la retórica de poca calidad, en la crónica sin fondo, en la industria que no remite a necesidades económicas fundamentales).

Para el joven Unamuno, el socialismo y la metafísica panteísta se dibujaban, respectivamente, como las respuestas al hambre en lo económico y a la sed en lo religioso.

Pensemos, en efecto, en el aspecto prospectivo del conocimiento, o sea, en cómo la metafísica mira al futuro. Entonces, más que predicción por cálculo que deduzca de las leyes sus consecuencias, como el fondo divino de la realidad es -vemos ahora- voluntad, amor, sentimiento, y, por ello mismo, es irrepresentable, es indistinto, indefinido, a la deducción científica hay que añadirle la anticipación poética y, mejor todavía, la esperanza amorosa, la voluntad decidida que quiere acompasarse a la tradición eterna para prefigurar su sentido por venir. Y esto es, sobre todo, fe viva, capaz de crear lo que no ve.28 Quien crea es, desde luego, siempre, el quid divinum, pero el hombre no anárquico, no egoísta, que ha entendido radicalmente que la ley secreta del progreso eterno ha de ser la ley misma de su propia libertad personal, la más perfecta realización de esta libertad –la única verdadera libertad, en una palabra-, se alía de todo corazón con el movimiento impredecible de lo eterno y mediante sus actos resulta ser él mismo el ejecutor de ese movimiento, de ese progreso calmo y en silencio, intra-histórico. Esto es fe viva, esperanza activa, caridad auténtica, fuerza sin violencia –aunque ganadora de luchas-. El hombre que resulta de esta acción se llamará legítimamente hijo de sus obras, gracias a las cuales conocerá de alguna manera quién es él de verdad –como en sus errores, presuntamente libres, se deberá reconocer amargamente el insensato, el malvado-.

La fe viva, creadora de la historia que antes se sedimenta en tradición intra-histórica, es en realidad el atenerse firme al espíritu del pueblo. Y su inevitable buen éxito es una como omnipotencia humana,29 resultante de ser uno mismo con la base de lo humano y con lo divino en lo humano. Si entonces nos sobrevienen penas y dolores y contradicciones, no sentiremos nosotros desesperación, ni siquiera mengua de la esperanza, de la actividad y de la fe, sino nada más que una viva resignación, contraria a todo conformismo, a todo fatalismo y a toda rebeldía. He aquí la plenitud del sentimiento eufórico de la vida, la eupátheia de los antiguos estoicos, sólo que fecundada por la verdad, mil veces más ilusionante, de esta metafísica que combina tan hábilmente –cosas del sentimiento y del espíritu, del sentido científico y de la poesía- a Hegel con Spencer y Darwin, añadiéndole unas gotas de Schopenhauer leído con los ojos de la mística castellana castiza. Porque si en ésta hubo la potente disociación que Unamuno describe bajo las figuras del realismo sanchopancista y el idealismo quijotesco, en la metafísica del joven filósofo se sueldan los extremos –peculiar vaivén metódico-30 y se sueña, ojalá que con fe viva –pero nadie puede estar cierto de tenerla, en el sentido tan exigente en que acabamos de comprenderla-, “en el reinado del Espíritu Santo, en que el cristianismo, convertido en sustancia del alma de la Humanidad, sea espontáneo”.31 Porque, en definitiva, el amor a toda la realidad, la conversión de toda ella en mi prójimo, la renuncia al egoísmo anarquista, la justicia popular del socialismo profético, no son sino realización de la moral cristiana como la procuraba en los mismos años Tolstói. Podemos aquí pasarnos de la historia terrible del Hijo y anudar la edad del Padre, la de la mera profecía, con la del Espíritu, en que la revelación de la caridad llenará sin duda, aunque sea en edades de las que estamos aún inmensamente lejos, el mundo, cuya sustancia no en vano es divina.

El Unamuno del sentimiento trágico de la vida supo ver la otra cara de las cosas; pero quede este tema para otro momento. Solo me permito aquí una rápida doble iluminación.

Breve Anejo sobre El Cristo de Velázquez

La idea esencial del gran poemario sobre Cristo es que este, en su desafío de la muerte y en su entrega total, desangrado, blanco ya como la Luna que así refleja perfecta la luz del Sol Padre, enseña al hombre lo que el hombre realmente es. Y en esta enseñanza se contiene que la muerte aceptada en la inocencia del amor es sobrevida desde la que esta vida mortal se ve como un sueño. Ya que Dios en Cristo ha perdonado al hombre antes incluso de que este peque, nuestro destino no va tanto ligado a nuestras obras como a este divino perdón infinito. Y en esta perspectiva puede también salvarse el dolor de todo sufrimiento inocente.

De aquí la importancia que adquiere la Brizadora I, ese pascaliano memorial del que Unamuno no se separó nunca y que ahora ya cito completo.

Duerme, flor de mi vida,
duerme tranquilo,
que es del dolor el sueño
tu único asilo.
Duerme, mi pobre niño,
goza sin duelo
lo que te da la Muerte
como consuelo.
Como consuelo y prenda
de su cariño,
de que te quiere mucho,
mi pobre niño.
Pronto vendrá con ansia
de recogerte
la que te quiere tanto,
la dulce Muerte.
Dormirás en sus brazos
el sueño eterno,
y para ti, mi niño,
no habrá ya invierno.
No habrá invierno ni nieve,
mi flor tronchada,
te cantará en silencio
dulce tonada.
Oh qué triste sonrisa
riza tu boca ... ,
tu corazón acaso
su mano toca.
Oh qué sonrisa triste
tu boca riza,
¿qué es lo que en sueños dices
a tu nodriza?
A tu nodriza eterna
siempre piadosa,
la Tierra en que en paz santa
todo reposa.
Cuando el sol se levante,
mi pobre estrella,
derretida en el alba
te irás con ella.
Morirás con la aurora,
flor de la muerte,
te rechaza la vida.
¡Qué hermosa suerte!
El sueño que no acaba
duerme tranquilo,
que es del dolor la muerte
tu único asilo.

A la luz de esta otra noción del Cristo que solo se hace plenamente patente en el poemario, esta terrible nana se transforma. Es cierto que la flor de la vida de un hombre es en este caso (y en todos los casos, bien mirado) flor de la muerte; pero la muerte no significa la nada ni la inconciencia, ni es el retroceso a antes de haber nacido. Su naturaleza auténtica es la revelada en el Cristo, representante perfecto del ser humano inocente y doliente. Esta vida, en cambio, puede perturbar la visión de la verdad, precisamente inspirándonos la idea de que solo ha sido un hombre quien ha vivido por y para un proyecto, quien ha realizado hazañas que marcan la historia de su pueblo e incluso la de toda la humanidad. No es verdad. También el pobre inocente triturado por el dolor es hombre en plenitud, como sabemos solo gracias al Ecce homo.

El Padre de los Inocentes no es ya, de ninguna manera, la conciencia dolorosa del Universo, sino el Señor de la Vida.

Referencia

UNAMUNO, Miguel de. Ensayos. Madri: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1916-1918

Notas

[1]I, 20. (Estas cifras se refieren, desde luego, a los siete tomos de Ensayos, Madrid, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, 1916-1918.)

[2]De hecho, yo mismo debo en cierto modo cantar la palinodia respecto del modo correcto de leer los primeros ensayos de Unamuno. Escribí hace un par de años, en mi libro Sentir y pensar la vida, que el ensayo de noviembre de 1896, El Caballero de la Triste Figura, expresaba la esencia de quien vivió con plenitud rara el sentimiento eufórico de la vida, y ahora reconozco que, aunque algunas de las fórmulas más poderosas de la metafísica en que ese sentimiento se fundaba se encuentran, sin duda, en este ensayo, él mismo, globalmente tomado, se sitúa, como el dedicado en julio del mismo año a La regeneración del teatro español, en la bisagra entre el joven y el hombre que dejó de soñar el sueño de la euforia y entró en la madurez de un cierto cristianismo de agonía, de combate (madurez de la cual apenas en contadas ocasiones parece Unamuno haber ido más allá: al cristianismo de la gracia sentida). Unamuno pasó en 1896 del panteísmo al monoteísmo –del monismo al dualismo, vale también decir-, aunque sin terminar de reconocer esta transformación o -lo que es peor- describiéndola las más de las veces con las fórmulas que largos años de panteísmo le habían hecho muy familiares y muy necesarias. En efecto, en El Caballero de la Triste Figura no hay apenas otra señal de que la transformación ha comenzado que la renuncia a Alonso Quijano, para quedarse con don Quijote; cuando sólo un año antes la posición de Unamuno era absolutamente la opuesta, y don Quijote debía quedar sepultado en la memoria de la persona que, después de haberlo soñado y hasta encarnado, al fin se despierta y recobra la lucidez de este mundo, expresión de lo Absoluto. Y fue un acontecimiento el desencadenante de este giro: la llegada de un hijo que, con pocos meses, fue tronzado por la meningitis y convertido en un monstruo lleno de dolores. Durante los siete años de vida atormentada de este niño, Unamuno escribió habitualmente al borde de su cama. Morirás con la aurora, / flor de la muerte; / te rechaza la vida. / ¡Qué hermosa suerte! (Brizadora I: una estrofa del poema que guardó Unamuno siempre consigo.)

[3]I, 52; I, 156

[4]El capítulo II de Del sentimiento trágico de la vida da testimonio de una manera más consecuente con el monismo cientificista y ya nada hegeliana de comprender el problema de la verdad.

[5]I, 94.

[6]Cfr. I, 94.

[7]Cfr. I, 91.

[8]I, 25.

[9]Cfr. II, 21s.

[10]I, 60.

[11]Cfr. I, 66s

[12]Cfr. I, 24; I, 115

[13]I, 180.

[14]Cfr. II, 28s

[15]II, 108.

[16]I, 94.

[17]I, 178.

[18]Cfr. I, 90s

[19]I, 34.

[20]II, 28.

[21]Cfr. I, 111.

[22]I, 34.

[23]I, 57.

[24]I, 33.

[25]Cfr. I, 105.

[26]Cfr., por ejemplo, II, 28.

[27]Cfr. II, 92; I, 77ss.

[28]I, 51. Toda su vida ha comentado incansablemente Unamuno el primer versículo del capítulo 11 de la Carta a los hebreos.

[29]I, 62

[30]Cfr. I, 20.

[31] I, 179.