Razón teológica del arte literario
Razão teológica para arte literária

* Pedro Rodriguez Panizo
* Doutor em Teología e profesor da Pontifícia Universidad de Comillas. Contato: panizoartigocomillas.edu
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Resumen
Para don Quijote, la poesía «es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa, a quien tiene cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas», que son las demás experiencias, conocimientos y saberes de los que se sirve para producir esa mezcla de tal virtud que, quienes la cultivan en grado eminente, la vuelven «oro purísimo de inestimable precio», capaz de civilizar a las sociedades, alejándolas de la barbarie y la violencia. La poesía tampoco deshonra al teólogo. Aunque la teología ya no es, como en tiempos de Cervantes, la reina de las ciencias vive si cabe menos a la intemperie que la filosofía, que retrocede por días en todas partes ante el empuje de los saberes técnicos, pues las iglesias la cultivan y dan espacio institucional y académico, aunque no deja de resultar inquietante la falta de estimación por ella que se observa en las nuevas generaciones. Es inconcebible la una sin la otra. Conviene recordar que, en los primeros siglos del cristianismo, lo que más tarde se llamarán teólogos, se tenían a sí mismos por filósofos. La literatura nos invita a reconocer y comprender a nuestros prójimos antes de juzgarlos; no solo a maravillarnos de ellos, sino ha vivirlos como portadores de un Misterio en su corazón que los desborda; a no estar muy seguros de nosotros mismos, porque muchas de las contradicciones que contemplamos en ellos, podrían actualizarse en nosotros si bajamos la guardia del discernimiento.

Palabras clabe:Gliteratura, poesía, teología, cultura

 

Abstract
For Don Quixote, poetry “is like a tender young maiden and in every extreme beautiful, whom he is careful to enrich, polish and adorn many other maidens”, which are the other experiences, knowledge and knowledge of which It serves to produce that mixture of such virtue that, those who cultivate it to an eminent degree, make it “pure gold of inestimable price”, capable of civilizing societies, distancing them from barbarism and violence. Poetry does not dishonor the theologian either. Although theology is no longer, as in Cervantes’s time, the queen of sciences, if possible less in the open than philosophy, which recedes for days everywhere before the push of technical knowledge, since the churches cultivate it and They give institutional and academic space, although the lack of esteem for it that is observed in the new generations is still disturbing. One is inconceivable without the other. It should be remembered that, in the first centuries of Christianity, what later will be called theologians, considered themselves philosophers. Literature invites us to recognize and understand our neighbors before judging them; not only to marvel at them, but to live them as carriers of a Mystery in their hearts that overflows them; not to be very sure of ourselves, because many of the contradictions that we contemplate in them could be actualized in us if we lower our guard of discernment.

Keywords:literature, poetry, theology, culture

Introducción

En un capítulo central de la segunda parte del Quijote (el dieciséis), Cervantes relata el encuentro casual de sus protagonistas, por el camino de su aventura, con don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán. Se trata de un gentilhombre no menos estrafalario que el de la Triste Figura. Después de caminar juntos un trecho, le maravilla la singularidad de don Quijote, y desahoga ante él la preocupación que lo embarga por su hijo Lorenzo, quien, para su disgusto, quiere ser poeta. A sus dieciocho años ya ha pasado seis en Salamanca estudiando latín y griego, y, cuando don Diego esperaba que comenzase los estudios de derecho, lo descubre embebido en la poesía, sin conseguir que se interese siquiera por las leyes ni por la reina de todas las ciencias, la teología, pues «letras sin virtud son perlas en el muladar».

El joven pasa todo el día entre Homero, Marcial, Virgilio, Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo, sin hacer mucho caso de los recientes autores castellanos («los modernos romancistas»). Desde su estatus de pequeño burgués, el padre de Lorenzo no puede comprender que se dedique a un saber tan poco útil como la poesía, y llega incluso a pensar que su hijo, no siendo malo, no es tan bueno como él quisiera, hasta el punto de afirmar «que, a no tenerle, quizá me juzgara por más dichoso de lo que soy». La injusta queja de don Diego inspira a don Quijote uno de los parlamentos sobre los hijos más hermosos de la literatura: «Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida. A los padres toca el encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres, para que cuando grandes sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso»; para añadir a continuación: «sería yo de parecer que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y aunque la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen deshonrar a quien las posee».

Lo que viene después es uno de los elogios más encendidos que se pueda imaginar sobre el ejercicio poético. Para don Quijote, la poesía «es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa, a quien tiene cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas», que son las demás experiencias, conocimientos y saberes de los que se sirve para producir esa mezcla de tal virtud que, quienes la cultivan en grado eminente, la vuelven «oro purísimo de inestimable precio», capaz de civilizar a las sociedades, alejándolas de la barbarie y la violencia. Por desgracia, el siglo pasado ha sido testigo de que ni la gran literatura, ni la mejor filosofía, ni las tradiciones bíblicas pudieron frenar la locura criminal de los campos de exterminio ni del Gulag.

Lo poético en los lugares teológicos

La poesía tampoco deshonra al teólogo. Aunque la teología ya no es, como en tiempos de Cervantes, la reina de las ciencias vive si cabe menos a la intemperie que la filosofía, que retrocede por días en todas partes ante el empuje de los saberes técnicos, pues las iglesias la cultivan y dan espacio institucional y académico, aunque no deja de resultar inquietante la falta de estimación por ella que se observa en las nuevas generaciones. Es inconcebible la una sin la otra. Conviene recordar que, en los primeros siglos del cristianismo, lo que más tarde se llamarán teólogos, se tenían a sí mismos por filósofos1.

La teología, junto con la filosofía, no puede ser ajena a esta extraordinaria posibilidad de la existencia humana que es la literatura, y que no ha podido borrar de la faz de la tierra ningún poder de este mundo. Conmueve el homenaje que le brinda Primo Levy recitando la Divina Comedia y el canto de Ulises a su compañero de Auschwitz2 . El Espíritu del Viviente impele a un éxodo cordial y crítico hacia cualquier manifestación de lo real, por modesta que sea; máxime cuando se trata del ser humano, creado a su imagen y semejanza, y de una ocupación ―las bellas letras― presente desde que el hombre aprendió a poner por escrito sus sueños, sus temores y su esperanza. Como afirmaba el maestro Vitoria al inicio de sus Praelectiones de Prima Theologiae: «nullum argumentum, nulla disputatio, nullus locus alienus videatur a theologica prefessione et instituto». Y hasta el escéptico Montaigne decía también que «las ciencias que regulan las costumbres (moeurs) de los hombres, como la filosofía y la teología, se meten en todo: no hay acción, por privada o secreta que sea, que se libre de su conocimiento y jurisdicción»3.

Como es de sobra conocido, se reconoce en la obra de Melchor Cano, De locis theologicis (1563), el primer tratado moderno de epistemología teológica. El maestro dominico ve con dolor que se quiera extirpar la humanidad del teólogo, pues está convencido de que, además de ser una gran estupidez, pondría en peligro el ejercicio mismo de la fe que busca comprender: «¿Acaso queremos que el teólogo se limite a ser diestro sólo en los asuntos divinos, y que se equivoque y vacile o ande como ciego y alucinado en las cosas humanas?»4 . La inteligencia de las cosas humanas no perjudica el conocimiento de las divinas, ni este el de aquellas, por lo que sería insensato amputar algún polo de la correlación. Al abandonar todo ese inmenso laboratorio de la condición humana por prejuicios o desdén, no se puede «cultivar y proteger ni la Teología, ni la Fe, ni la Humanidad», porque ―añade―, «sin la razón la Humanidad se destruye, y los que privan al teólogo de las disciplinas racionales, le arrebatan su razón. Porque si la verdad, que se pone de manifiesto en las ciencias humanas y en la inteligencia del hombre, la separas de la razón, ciertamente sucumbirá, o más bien dejará de existir» (IX, 4, 501). Y es que la razón, para Cano, «abarca todas las cosas. Hacia cualquier parte que te dirijas, se halla dispuesta, no se excluye de ninguna discusión» (IX, 4, 501-502).

El encuentro entre la razón teológica y la razón estética, concretada en el arte literario, nada tiene que ver con una cesión a la moda del tiempo, cansado de una razón fuerte y de la paciencia del concepto. Como ha dicho Pierangelo Sequeri, «el debilitamiento de la razón y la estetización del mundo son huéspedes inquietantes, incluso cuando traen dones a la fe»5 . La tarea de este diálogo es todo menos un debilitamiento de la razón; supone, más bien, su dilatación inmensa, al sondear otras formas de racionalidad siempre múltiple. No conviene dejarse llevar fácilmente por los medios de comunicación y el mercado del arte y la literatura, para los cuales, el genuino intelectual, es el novelista de éxito. Ni la literatura, ni la historia, ni la ciencia pueden sustituir a la filosofía primera con la que la teología ha contraído unas nupcias que van desde Orígenes hasta Karl Rahner, por más que cierta postmodernidad piense que ese vínculo se ha roto en un divorcio que no tiene vuelta atrás.

Lo que merece la pena dilucidar es de qué manera puede ser la literatura, la poesía, un «lugar teológico». En la tópica de Melchor Cano tendría su sitio entre los lugares ajenos, aquellos que son tomados como de préstamo, tales como la historia, la razón y la filosofía. Lo interesante del sistema de Cano no es el número de diez topoi, cuanto el hecho ― como ha visto con tanta perspicacia Max Seckler― de que exprese la sabiduría estructural de la Iglesia y su catolicidad epistemológica. Frente al sola Scriptura, o el solum magisterium, se proponen diez instancias de testificación funcionando como una polifonía, iluminándose y corrigiéndose mutuamente. El teólogo conoce católicamente; es decir, de manera universal, abierto a todo, sin cercenar ningún ámbito, reino o región de la realidad; y lo hace con un criterio de discernimiento, pues el sistema de los lugares está articulado en una jerarquía de verdades (UR 11). La Palabra de Dios y la Tradición son lugares fundamentales, mientras que del tercero al séptimo son interpretativos6.

Por otra parte, la idea misma de lugar invita a no considerarlo como el archivo de un museo, donde se conservan valiosas piezas arqueológicas carentes de significado para el momento presente. Si se piensa un poco con atención, se ve que la misma actualidad no es rigurosamente hablando lugar teológico, sino una condición transversal a todos ellos, sin la cual no actúan como tales. Quien se acerque a ellos sin pasión infinita, sin ser una gran pregunta para sí mismo, no hallará sino espléndidas curiosidades que le tendrán entretenido durante mucho tiempo, hasta que se le cruce otro tema al que dedicar afición y recursos. Cuando el creyente que es el teólogo entra en el ámbito de un determinado locus, es afectado e interpelado en el centro mismo del corazón de su espíritu. Las respuestas de la Escritura y de la Tradición se vuelven preguntas desinstaladoras e inquietantes que embargan de preocupación última, con la capacidad de enviar al Misterio Santo de Dios y de despertar la desproporción constitutiva que nos estructura: «¿Dónde estás?» (Gén 3, 9). «¿Dónde está tu hermano?» (Gén 4, 9). Lo que hace del creyente una verdadera caja de resonancia de todo tipo de tonalidades espirituales.

Lo específico que la literatura da

¿Qué sucede entonces cuando de lo que se trata es de la literatura? ¿Dónde encuentra el teólogo en ella reflejos de su «objeto» inobjetivable? Como el discurso cristiano sobre Dios no puede desgajarse de la consideración sobre el hombre, la literatura es un inmenso laboratorio para el conocimiento de quien es su imagen y semejanza. En especial, interesa lo que solo ella puede aportar. Como dice Italo Calvino: «Mi fe en el futuro de la literatura consiste en saber que hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar»7 . Lo primero que llama la atención de su especificidad, lo que los teóricos denominan ―con un término un poco pomposo― literatureidad, es la ficción y la poesía, entendida esta última en sentido amplio, pues hay mucha más que la que cabe en un poema. Horacio hablaba en su Arte poética de la callida iunctura; es decir, de conexiones o engarces de realidades diversas que se pegan entre sí como a los callos de un dedo de salamanquesa, gracias a «una combinación sagaz» que hace nuevo un término manido8 . Lo que tiene que ver con la imaginación anagógica y el despertar del espíritu de finura. Como dicen los versos del poeta checo Jan Skacel: «Los poetas no inventan los poemas/ El poema está en alguna parte ahí atrás/ Desde hace mucho mucho tiempo está ahí/ El poeta no hace sino descubrirlo»9 . Y es precisamente su capacidad de descubrimiento, de invención, lo que para el teólogo convierte a la literatura en algo más que un entretenimiento, aunque de paso lo incluya, en una potencia de revelación y desvelamiento.

No hay cosa más antipoética que una oficina del sistema burocrático del Imperio Austrohúngaro; sin embargo, Franz Kafka percibió lo fantástico de ese mundo cerrado y gris, transfigurando semejante materia trivial en «gran poesía novelesca», «en belleza jamás vista». Como ha dicho Milan Kundera, «supo ver lo que nadie había visto […] la virtualidad poética contenida en el carácter fantasmal de las oficinas»10. Sus grandes novelas, El proceso y El castillo, son ejemplos magníficos de esa virtus cuasi sacramental de la palabra literaria. Su genial técnica narrativa dota a sus relatos de una novedad y una irrealidad que nada tiene que ver con el surrealismo; pues, como vio muy pronto Hannah Arendt, a Kafka le interesa, más que la realidad, la verdad; las estructuras ocultas que abren al extrañamiento y a la ambigüedad de un mundo donde el exceso de celo al obedecer, el miedo y la impaciencia, así como la fe ciega en la necesidad, no solo se han encarnado en los sistemas totalitarios del siglo pasado, verdadero cementerio de la esperanza, sino que hasta en numerosas situaciones de nuestra vida cotidiana recurrimos al término kafkiano11. Y kafkiano es que, a Gregorio Samsa, después de amanecer convertido en un bicho repugnante, solo le preocupe llegar pronto a la oficina, o que el capellán de la cárcel de El proceso quiera convencer al protagonista de la grandeza del sistema, de que ha de aceptar que el mundo está regido por un orden inmutable y que debe declinar en la búsqueda de la verdad12.

Por ello, lo primero que encuentra la razón teológica es el objeto estético que espera ser para alguien la obra literaria. Al exponerse a ella sin prejuicios, desarmado de la pretensión utilitaria de usarla para ilustrar sus temas, o ―lo que es peor― juzgar antes de comprender, proyectando sobre ella nuestras manías e intereses, la fe que busca comprender la reconoce como tal objeto estético, al recibir la epifanía de su especificidad, en el carácter expresivo que ha modelado su materia sensible en lo que se conoce como estilo. Los componentes sensibles, materiales y expresivos de la obra no están meramente yuxtapuestos, sino imbricados en una jerarquía que pone en un cierto orden los elementos que la constituyen. Como ha señalado Mikkel Dufrenne, esta pluralidad de dimensiones y niveles testimonia la profundidad de la obra, y la nimba con un aura de ambigüedad que apunta más allá de sí hacia su profundidad metafísica y religiosa. El fenomenólogo francés trae en su ayuda la conclusión de Alain en su estudio sobre la verdad de los cuentos: cuando el hombre narra, se cuenta a sí mismo, sus anhelos y esperanzas, sus alegrías y sus gozos, pero también sus angustias y sus miedos, sus perplejidades y deseos, de modo que, si alguien es capaz de captar esto, hace mucho más que explicar el cuento, está encontrando al hombre en él13.

En toda obra lograda y auténtica es posible descubrir esa cuarta dimensión o aura de sentidos de que habla Dufrenne, y que comporta profundidad, como consecuencia de que la condición humana es inagotable, fascinante y contradictoria. Precisamente porque nunca somos del todo lo que queremos y debemos ser, como analizó con tanta penetración Maurice Blondel, esa huella en negativo, ese verdadero vaciado de infinito, eco en nosotros de la presencia del Misterio, dota a todo lo humano de esa misma condición misteriosa. En expresión de Martha Nussbaum, leyendo Tiempos difíciles de Dickens, «la vida humana consiste en trascender los datos, en aceptar fantasías generosas, en proyectar nuestros sentimientos y actividades interiores sobre las formas que percibimos en torno»14. «Somos más y somos otros sin dejar de ser los mismos», ha dicho el nobel Mario Vargas Llosa, para quien las ficciones se ponen en pie por esta rebeldía «de tener una sola vida y los apetitos y fantasías de desear mil. Este espacio entre la vida real y los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones»15. En definitiva, que «somos menos de lo que soñamos»16. Y esta es, precisamente, la sustancia de una historia, el abismo que se abre a unos personajes entre sus expectativas, proyectos y deseos, y las realizaciones concretas de que son capaces. ¡Una metáfora de la vida humana!

Por este motivo, se puede decir con Mikkel Dufrenne que la obra de ficción comporta una filosofía, si se entiende por ello «una cierta manera de expresarse, decidiendo de sí mismo y del sentido de todas las cosas, una comprensión que es, al mismo tiempo, proyecto del universo y de sí»17. Lo cual no significa mantener una tesis, ilustrar una doctrina o dar espesor simbólico explícito a un dogma. Incluso en la novela moderna, que incluye tantas cosas dentro de sí, como el ensayo, por ejemplo, las ideas no ilustran un determinado sistema, sino que son «una reflexión indisociable de la ficción, apuntando menos a enunciar verdades que a inmiscuir en nuestras certidumbres la duda, la ambigüedad y la interrogación»18. Gonzalo Sobejano ha hablado, en este sentido, de novela pensamental, como la hay sentimental, para referirse a esta tendencia desde Proust, Musil, Mann, o, más recientemente, Marías, Pombo o Muñoz Molina.

Un ejercicio de teología de la cultura

La mediación de esta «filosofía» hace posible la reflexión teológica sobre el arte literario. Paul Tillich llamaba a este trabajo teología de la cultura ya en 1919 19, ejercicio que no se agota en hacer de ella objeto de estudio, cuanto que «es uno de los lugares donde se elabora una reflexión teológica»20. De su ensayo de 1919 es la fórmula siguiente: la cultura es la forma (Ausdruck) de la religión, la religión es la sustancia (Substanz) de la cultura. La orientación hacia lo Incondicionado a través de una forma condicionada que funciona como símbolo. De ahí que la clave para la comprensión teológica de una creación literaria sea el estilo: «”Leer el estilo” es tanto un arte como una ciencia, y se requiere una intuición religiosa, embebida de preocupación última, para penetrar en las profundidades del estilo, para llegar hasta aquel nivel en que la preocupación última ejerce su poder director»2121. Reténgase esta consideración de Tillich, según la cual es imprescindible acercarse a la obra literaria con toda la hondura y la anchura de la espiritualidad, como condición de posibilidad de leer el estilo adecuadamente y poder analizar la teología implícita; es decir, la preocupación última (Ultimate Concern) que late en su fondo

Del mismo modo que el biblista no puede pasar por encima del sentido literal del texto de la Escritura, el teólogo del arte literario debe respetar la autonomía propia de este tipo de racionalidad de la clase ficción. Este punto es especialmente importante, porque, como ha dicho recientemente Antonio Muñoz Molina, cuando los personajes de una novela «dejan de ser criaturas vivientes para convertirse en portavoces del autor o en símbolos de esto o de lo otro, la antigua “suspensión de la incredulidad” en la que se basa la ficción queda cancelada: con las ideas y las opiniones puede uno estar de acuerdo; a los personajes tiene que creérselos. Como dice Fernando Pessoa “todas nuestras opiniones son de otros”». Una novela puede tener de todo, pero «solo a través de la plenitud de la ficción, en el interior de su propia lógica soberana, filtrada por las voces narradoras y por la experiencia vital de los personajes»22.

Lo asombroso es cómo el artista, con los diversos elementos del arte novelesco, logra poner en pie lo que Manuel García Viñó llama «un segundo mundo»23, lleno de coherencia, verosimilitud y razón estrictamente poética. En el caso de una ficción novelesca, lograr ese prodigio con el tema, el argumento, la trama, los personajes, los diálogos, el narrador, las descripciones de paisajes, ambientes, sucesos y personas, con sus estados de ánimo y sus conductas, así como el espacio y el tiempo, pues también estos dos elementos esenciales son creación del artista, y tan de ficción como el narrador o cualquier otro de los elementos mentados, que, al ponerse en un determinado orden, imbricándose mutuamente, forman una estructura, que, en las obras más logradas, da una impresión de realidad tal que el lector siente que no puede ser de otra manera, incluso en la forma como está contada. El asunto tiene mucho de oficio, de dominio de las técnicas narrativas, pero no consiste ni mucho menos en esto. Dotar a la obra de lo que Lorca gustaba de llamar duende, no se aprende en ninguna escuela o taller de escritura creativa.

De ahí que lo específicamente novelesco se encuentre, para García Viñó, en ser capaz de hacer presente ese mundo con espesor real y densidad simbólica, pues es precisamente esta transfiguración la que distingue a la novela de otras formas narrativas. El ejemplo que propone este novelista, poeta y crítico lo deja ver con claridad. Si se quiere decir que un personaje es malísimo, lo puede relatar el narrador, diciendo que alguien lo es; se puede referir, en el caso de que lo digan de un tercero dos personajes en un diálogo; o se puede poner ante el lector una serie de acciones de las que se deduce que, en efecto, ese alguien es muy malo. Claro, que, si esto último se hiciera siempre, Anna Karénina no tendría mil páginas, sino cuatro mil. Con un sabio uso de la elipsis, el artista reserva la presentización para los momentos decisivos de la novela, de modo que «no refiere unos hechos, sino que los hace presentes delante del lector».

Esto es muy importante, porque si la filosofía implícita por debajo de toda esa cantidad de ideas, sentido de las cosas, del mundo y de sí, revela una concepción del mundo, «por debajo de su forma de expresión subyace una teoría del conocimiento»24. Hacerlo explícito es una mediación imprescindible para el teólogo que quiera poner en correlación el arte literario con las respuestas implícitas en la simbólica cristiana. Y hay que reconocer que no es una tarea fácil. Es, como decía Tillich, tanto un arte como una ciencia; una faena hecha a la vez de rigor y conocimiento de la estética de la novela, de la dramaturgia o del cine, según el arte de ficción de que se trate, y de la segunda ingenuidad del que se expone a la obra actualizando su imaginación anagógica, pues solo una honda vida espiritual podrá penetrar en las profundidades del estilo, percibir la sustancia de la expresión cultural. Y esta última no es sino la condición deictémica de que está dotada toda realidad creada en, por y para Cristo, y en Él consistente, según el testimonio de Col 1, 16-17. La lectura anagógica, entonces, escucha con los ojos, ve con el oído, y percibe con los sentidos espirituales actualizados por la imaginación. Como decía Husserl, a condición de que se entienda bien, «la ficción es la fuente de donde saca su sustento el conocimiento de las “verdades eternas”»25.

El teólogo que encuentra al hombre en las ficciones novelescas comprueba la verdad de GS 62: cómo expresan a fondo la naturaleza propia del ser humano en una libertad irrestricta, y, al hacerlo de ese modo, revelan cuáles son sus problemas en el mundo, la dificultad que supone conocerse realmente a sí mismo, el alcance de su miseria, el tenor de sus necesidades, pero también su grandeza y sus capacidades, el anhelo de un destino mejor y su esperanza. Un esfuerzo que logra elevar la vida humana cuando se cumple en una auténtica obra de arte literario. Como ha dicho Joseph Conrad, en el prefacio de su novela El negro del “Narcissus”, «por medio de la palabra escrita, lo que estoy tratando de conseguir es haceros escuchar, haceros sentir y, sobre todo, haceros ver»26.

La recepción teológica del arte literario

No es poco lo que recibe con ello la teología. También su quehacer está hecho de escucha profunda, de poner en tensión todas las fibras del espíritu. Aprender a ver y a sentir la unicidad irrepetible del ser humano, la alteridad del otro hombre al que va destinada la salvación, pues siempre estamos tentados de abstracción, y, al menor descuido, de reducir la humanidad de cada hombre al último esquema explicativo del foro y del teatro. En una página brillante del final de En busca del tiempo perdido, dice Marcel Proust: «Nuestra vida es también la vida de los demás; pues, para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una cuestión no de técnica, sino de visión. Es la revelación, que sería imposible por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay en la manera como se nos presenta el mundo, diferencia que, si no existiera el arte, sería el secreto eterno de cada uno. Sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pueda haber en la luna»27. De nuevo el lenguaje de la revelación, del desvelamiento, de la visitación. El arte literario, pero no solo él, también el teatro y el cine, artes poéticas en sí mismas, «expresa para los demás y nos hace ver a nosotros mismos nuestra propia vida, esa vida que no se puede “observar”, esa vida cuyas apariencias que se observan requieren ser traducidas y muchas veces leídas al revés y penosamente descifradas»28.

Nunca se agradecerá lo suficiente que las ficciones novelescas y dramatúrgicas nos hagan ver y sentir no solo el crimen (un concepto), por ejemplo, sino este criminal que está esperando a ser ejecutado y que Victor Hugo imagina escribiendo sus últimas experiencias en El último día de un condenado. Aunque sabemos que es un personaje de ficción, tenemos la impresión de realidad de un ser de carne y hueso que recuerda y sueña y sufre y muere; sobre todo muere, como decía Unamuno. El jurista Robert Badinter, antiguo ministro de Justicia de Francia ha señalado, a propósito de esta obra, que ha hecho más por la abolición de la pena de muerte que miles de protestas29.

Cuando el lector llega al capítulo veintiséis, se le hace un nudo en la garganta, pues el protagonista padece el dolor añadido de la próxima orfandad de su pequeña hija: «Son las diez. ¡Pobre hija mía! ¡Seis horas más y estaré muerto! Seré algo inmundo, abandonado sobre la mesa fría de los anfiteatros. […] Es lo que harán con tu padre esos hombres que en absoluto me odian, que se compadecen de mí y que querrían salvarme. Van a matarme. ¿Lo comprendes, Marie? ¡Matarme a sangre fría, en un ceremonial y por el bien de la causa! ¡Dios mío! ¡Pobre pequeña! Tu padre, que tanto te quería, tu padre que besaba tu pequeño cuello blanco y perfumado, que pasaba la mano sin cesar por los rizos de tu pelo como si se tratara de la seda, que cogía tu linda cara redonda en su mano, que te hacía saltar sobre las rodillas y que ¡por las noches juntaba tus manos para rezar a Dios! […] Excepto tú, todos los niños de tu edad tendrán padres. Hija mía, ¿cómo te desacostumbrarás el día de año nuevo a los regalos, a los bonitos juguetes, a los caramelos y a los besos? ¿Cómo te desacostumbrarás, infortunada huérfana, a beber y a comer?»30.

La ficción nos revela la individualidad irrepetible de las personas, nos hace asistir a sus honduras interiores, a sus amores, temores y esperanzas; «a lo que es vivir una vida humana […], ante todo, al hecho de que la vida humana es algo misterioso y extremadamente complejo»31. Por eso puede despertar en quien se acerca a ella las potencias de la compasión y la misericordia, lo que es indispensable en la educación afectiva del ser humano para evitar el orgullo y la prepotencia, la insensibilidad hacia la suerte de nuestros prójimos, vulnerables y pobres. Se trata nada menos que de «la gran caridad del corazón» de que habla Martha Nussbaum.

Recuerdo, en este sentido, la inolvidable impresión que me produjo la primera vez que leí el breve capítulo veintiséis de España. Hombres y paisajes, libro de Azorín de 1909 32. Allí se cuenta la historia del pobre Juanico, que vive con sus padres en un pueblecito de La Mancha, en una hacienda propiedad de un terrateniente de Madrid. Cuando tenía unos pocos meses, le habían acostado en un poyo y su madre se había ausentado; entró un cerdo y se llevó al niño, mordisqueándole el brazo que le queda descarnado toda la vida. Su madre muere dos años más tarde, y su padre se volvió a casar con una viuda que tenía dos hijos que lo tratan a golpes. El padre comienza a beber y el amo se arruina y el nuevo propietario lo despide de la finca. Al año muere también. Juanico se queda con la madrastra y sus hijos que lo maltratan y no escolarizan, de modo que, a los ocho años, parece no dar señal alguna de inteligencia. Va de acá para allá, en trabajos precarios y pasando gran necesidad. Unos labriegos lo mantean y se rompe una pierna que lo deja dos meses en una cuadra, acostado sobre un montón de paja. Cuando se recupera, va a dar en la cárcel por un robo que no ha cometido. Allí cuida con denuedo a los hijos del carcelero enfermos de viruela, sin separarse de su cama, velando toda la noche sin dormir. Cuando recupera la libertad no sabe qué hacer. De nuevo, de acá para allá, comiendo trozos de pan duro, y sin nadie en el mundo, de un trabajo malo a otro peor. Ya tiene cuarenta años.

Finalmente, en uno de sus devaneos, se pega a su lado un perro vagabundo que no le deja ni a sol ni a sombra. Con su estilo inconfundible, Azorín termina así su relato: «Juanico le cobró cariño, y juntos comían el pan que recogían de puerta en puerta. Como hacía mucho tiempo ― desde niño― que no había estado en los Prietos, y como no tenía que hacer nada, un día se le ocurrió ir allí a ver si la casa estaba lo mismo que antes. Era en invierno; llegó a los Prietos al anochecer de un día crudísimo, en que había estado nevando. Juanico conversó un rato con el encargado de la casa y le pidió albergue. Le indicaron un cobertizo lleno de estiércol. Juanico se acostó en el muladar. A la mañana siguiente le encontraron muerto; junto a él, sentado en dos patas, con la cabeza levantada al cielo, estaba aullando el perrito».

Comenzábamos evocando el episodio del Quijote del Caballero del Verde Gabán, que se encuentra en los capítulos dieciséis al dieciocho de la segunda parte. La ficción cervantina nos muestra el encuentro de dos extravagantes que no tienen conciencia de ello, y, como todos nosotros, con una enorme desproporción entre lo que dicen y lo que hacen. Cervantes no es un teórico, sino un artista de la novela. Ha incluido la perspectiva humanista haciéndola presente en unos personajes y en unas aventuras. El buen novelista se reconoce por su capacidad de crear personajes complejos, con vida propia, llenos de hondura y ambigüedad. Los del Quijote lo son, en especial los dos solistas de esta gran polifonía. Si terminamos por donde comenzábamos es porque, en estos capítulos, se encuentra una teoría del conocimiento que da que pensar. Don Diego y don Quijote se encuentran, pero no se conocen; se maravillan mutuamente, en especial el primero del segundo, pero, después de convivir varios días, se despiden sin haberse conocido realmente33.

En la vida de pequeño burgués de don Diego no caben más extravagancias que las suyas. La genial ironía dramática que se contiene en la obra hace que don Quijote suscite perplejidad en todo el mundo, menos en el lector que está avisado de su locura. Don Diego está confundido con este loco cuerdo, y a veces cuerdo loco, pues sus acciones lo son, pero sus palabras no: «lo que habla es concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto» (Q II, 17). «Le he visto hacer del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen los hechos» (Q II, 18). Don Quijote no encaja en ninguno de sus esquemas, y para este don Diego es incapaz de la liberalidad y entrega del caballero andante, hasta el punto de que desiste de convencerlo de la existencia de tales personajes heroicos y de la misma ciencia de la Caballería andante, vocación que reúne en sí todas las demás ciencias: las leyes de los jurisperitos, la medicina y el conocimiento de las plantas del herbolario, la astrología y las matemáticas; y hasta «ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere pedido» (Q II, 18), en una evocación de 1Pe 3, 15-16; amén de oficios como montar a caballo, nadar y estar investido de las virtudes teologales y cardinales. Don Quijote no cree capaz de todo ello al instalado y limitado don Diego. Tampoco lo conoce en su misterio último y renuncia a convencerlo: «por parecerme a mí que si el cielo milagrosamente no le dé a entender la verdad de que los hubo y de que los hay, cualquier trabajo que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me lo ha mostrado la experiencia. No quiero detenerme agora en sacar a vuesa merced del error que con los mundos tiene; lo que pienso hacer es rogar al cielo que lo saque dél» (Q II, 18)

La literatura nos invita a reconocer y comprender a nuestros prójimos antes de juzgarlos; no solo a maravillarnos de ellos, sino ha vivirlos como portadores de un Misterio en su corazón que los desborda; a no estar muy seguros de nosotros mismos, porque muchas de las contradicciones que contemplamos en ellos, podrían actualizarse en nosotros si bajamos la guardia del discernimiento. Adolphe Gesché ha podido decir, quizá de forma un poco exagerada, que cuando se encuentra con un personaje de ficción que busca a Dios en una verdadera obra literaria, no en un remedo edificante o de tesis, que lucha con Él, como Jacob con el Ángel, e incluso contra Él, se siente «infinitamente más interpelado, e incluso convencido, que leyendo a Teresa de Ávila»34. Seguro que habrá gozado con la peripecia de Levin, en la obra maestra de Tolstói, Anna Karénina, quién, después de numerosas dudas, luchas interiores y vacilaciones, termina la novela diciendo: «Yo no sé si a esto se le puede llamar fe o no, pero ese sentimiento ha penetrado de manera imperceptible en mi alma con los sufrimientos y ha arraigado con firmeza […]. Pero ahora mi vida, toda mi vida, desde el primero al último de sus momentos, independientemente de lo que pueda sucederme, no sólo no carecerá de sentido como antes, sino que tendrá el sentido indiscutible del bien, al que seré capaz de conformar todos mis actos»35.

Referencias

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Notas

[1]Cf. Jean-Yves Lacoste, From Theology to Theological Thinking, University of Virginia Press, Charlottesville and London 2014, 1-29.

[2]Cf. Primo Levi, Si esto es un hombre, Península, Barcelona 2014, 119-125.

[3]Michel de Montaigne, Essais, I, XXX («De la moderation»). Las dos referencias aducidas aparecen en boca de Azorín, personaje de ficción de La voluntad (1902), de José Martínez Ruiz, quien, más tarde, tomará ese mismo nombre como seudónimo literario. Ver la edición de María Martínez del Portal en Cátedra, Madrid 1997, 155-156. En 156, nota 53, no se da la referencia precisa de Vitoria, aunque sí la de Montaigne.

[4]Melchor Cano, De locis theologicis, IX, 4 (BAC 58, 500). Citas en el texto: libro, capítulo y página de esta edición.

[5]Pierangelo Sequeri, Il sensibile e l’inatteso. Lezioni di estética teologica, Queriniana, Brescia 2016, 5.

[6]Cf. Max Seckler, «Die eklesiologische Bedeutung des Systems der ‘loci theologici’. Erkenntnistheoretische Katolizität und strukturale Weisheit», en Weisheit Gottes-Weisheit der Welt (Fetschrift Kardinal Josep Ratzinger), St. Ottilien 1987, 37-65.

[7]Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, Siruela Madrid 112014, 17.

[8]Horacio, Arte poética, edición bilingüe, introducción y notas de Juan Gil, Dykinson, Madrid 2010, 88-91.

[9]Citado en Milan Kundera, El arte de la novela, Tusquets, Barcelona 2006, 121.

[10]Ibid., 137. De esta página son también los entrecomillados desde la última nota.

[11] Cf. Hannah Arendt, «Franz Kafka, revalorado», en Franz Kafka, Obras completas I, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 1999, 173-193.

[12]Cf. Ibid., 176.

[13]Cf. Mikkel Dufrenne, Fenomenología de la experiencia estética, Valencia 2017, 321.

[14]Martha Nussbaum, Justicia poética. La imaginación literaria y la vida pública, Andrés Bello, Santiago de Chile 1997, 65.

[15] Mario Vargas Llosa, La verdad de las mentiras, Alfaguara, Madrid 2002, 29 y 21 respectivamente.

[16]Ibid., 22.

[17]Mikkel Dufrenne, fenomenología de la experiencia estética, o.c., 323.

[18]Antoine Compagnon, ¿Para qué sirve la literatura?, Acantilado, Barcelona 2008, 66.

[19]Cf. Paul Tillich, «Über die Idee einer Theologie der Kultur (1919)»: Main Works 2 (1990) 69-85.

[20]Cf. André Gounelle, «Préface», en Michel Despland, Destinée et salut. Essai de théologie poétique à propos de deux romans de Joseph Conrad, Van Dieren Éditeur, Paris 2007, 4.

[21]Paul Tillich, Teología sistemática. La razón y la revelación. El ser y Dios, Sígueme, Salamanca 3 1982, vol. I, 61.

[22]Antonio Muñoz Molina, «Opiniones»: Babelia, sábado 26 de octubre de 2019, 19

[23]Manuel García Viñó, Teoría de la novela, Anthropos, Barcelona 2005, 34.

[24]Ibid., 77. De esta página es también el entrecomillado anterior.

[25]Edmund Husserl, Ideen I, § 70.

[26]Joseph Conrad, El negro del “Narcissus”, Abada Editores, Madrid 2009, 71-76; aquí, 74

[27]Marcel Proust, A la busca del tiempo perdido. 7. El tiempo recobrado, Alianza, Madrid 1998, 245.

[28]Ibid., 246 (cursiva mía)

[29] Cf. Adolphe Gesché, El sentido. Dios para pensar VII, Sígueme, Salamanca 2004, 166-167

[30]Victor Hugo, El último día de un condenado, Alianza, Madrid 2018, 119.

[31]Martha Nussbaum, Justicia poética, o.c., 54.

[32]Cf. Azorín, España. (Hombres y paisajes), Biblioteca Nueva, Madrid 2010, 163-167.

[33]Cf., para lo que sigue María del Carmen Bobes Naves, Realidad, literatura y conocimiento en la novela de Cervantes, Arco/Libros, Madrid 2012, 126-153. También Antonio García Berrio, Virtus. El “Quijote” de 1615. Estética del enunciado y poética de la enunciación, Cátedra. Madrid 2018, 267-318.

[34]Adolphe Gesché, El sentido, o.c., 167. También en su entrevista con Héctor Bianciotti: Id., Pensées pour penser II. Les mots et les libres, Cerf, Paris 2004, 144.

[35]Lev N. Tolstói, Anna Karénina, Alba Minus, Barcelona 8 2019, 1002.